Homilía de san Juan de Ávila (11-05-2023)
Catedral de Sevilla, 11 de mayo de 2023.
Lecturas: Hch 13,46-49; Sal 22,1b-6; Mt 5,13-19
Queridos hermanos y hermanas que participáis en esta celebración: Obispos Auxiliares electos, presbíteros, diáconos, seminaristas; miembros de la vida consagrada y del laicado. Especialmente, saludo a los hermanos que celebráis este año las bodas sacerdotales de plata y oro. José María Campos Peña, Claro Jesús Díaz Pérez, José Ángel Soto Peña, José Antonio Escobar González, Francisco José Ortiz Bernal, Leonardo Javier Giacosa, y Ángel García-Rayo Luengo cumplen 25 años de ordenación. José Vicente Ortiz Bohórquez, Florencio Bernal Barriuso, Rafael Hernández Hernández, Carlos Moreda de Lecea y Luis Ferrer-Bonsoms Miller, 50 años de ordenación.
La celebración de la fiesta de san Juan de Ávila es una ocasión propicia para dar gracias a Dios por el don del sacerdocio y del ministerio pastoral en la Iglesia. Su vida es transparencia del único Pastor, Cristo el Señor, que nos ha llamado por nuestro nombre para que prolonguemos su misión en el mundo. Modelo de vida cristiana y sacerdotal que nos impulsa a vivir una vida de seguimiento del Señor hasta la entrega de la vida por él y por los hermanos, modelo de vida sacerdotal santa.
Hemos sido llamados por el Señor, ungidos y consagrados por su Espíritu Santo en el sacramento del Orden y enviados a servir al Pueblo de Dios para que cada uno de los bautizados llegue a vivir plenamente como hijo de Dios, miembro de Cristo, templo del Espíritu Santo. Para cumplir esta sagrada misión es preciso plantear nuestra vida en clave de santidad. Porque no somos meros trabajadores de una institución, que realizan su tarea en un lugar concreto y durante un tiempo determinado; no somos meros empleados responsables y eficientes. Nuestra vida es una ofrenda que se une a Cristo sacerdote y víctima para la redención del mundo, es pan partido para la vida del mundo. Esto abarca toda la existencia, en una entrega sin reservas, a tiempo completo, siguiendo a Jesucristo pobre, casto y obediente, y haciendo que nuestra vida fructifique por la caridad pastoral en el servicio a los hermanos.
Vivimos tiempos de secularización, de desvinculación, de fragmentación y liquidez; tiempos recios, como definía santa Teresa su tiempo y el tiempo de san Juan de Ávila, tiempos difíciles y apasionantes, en los que somos llamados a participar en los “duros trabajos del Evangelio” (2Tm 1,8). San Juan de Ávila tomó parte en estos duros trabajos según las circunstancias de su época, que eran tan dificultosas como las nuestras. Nosotros, que somos pobres y pequeños, hemos sido llamados a esta misión, y “llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados, llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (2Co 4,7-10).
Pero no podemos olvidar nunca que es el Señor quien ha tenido la iniciativa, quien nos ha llamado. Nuestra vocación sacerdotal no es el resultado de un proyecto personal o de una estrategia humana. Es un don de Dios, una iniciativa misteriosa del Señor, que entró en nuestra vida y nos cautivó con su amistad, con su llamada, con la misión encomendada, con la belleza de su amor, y revolucionó nuestra existencia hasta el punto de dejarlo todo para seguir sus pasos. Él es el Señor de la vida, el Señor de la historia. Él ha vencido al mundo y nos dice que no tengamos miedo, que no se turbe nuestro corazón ante las dificultades; porque Él siempre da fuerza y la gracia para llevar a término la misión encomendada.
Hoy pedimos al Señor una vez más la gracia de estrenar cada día nuestro sacerdocio, de recobrar el fervor primero que a veces puede experimentar desgaste o altibajos a causa de nuestra debilidad. Estamos llamados a ser santos sacerdotes, esto es lo que la Iglesia y el mundo actual necesitan. Sacerdotes con una fuerte experiencia de Dios que se alimenta continuamente en la oración abundante. Con una entrega total de sus vidas, desprendidos de todo, incluso de sí mismos. Con una disponibilidad misionera para evangelizar donde sea necesario.
Sacerdotes enamorados de Jesucristo, que viven la configuración con él como el centro que unifica todo su ministerio y toda su existencia. Hombres de Dios, oyentes de la Palabra, que se entregan a la oración y que son maestros de oración. Que viven la centralidad de la Eucaristía en su vida y en su acción pastoral. Que en la celebración eucarística expresan su unión con Cristo e intensifican dicha unión, ofrecen su vida al Padre y reciben la gracia para renovar e impulsar su ministerio, se encuentran con los hermanos y alimentan su caridad pastoral para entregarse a todos, especialmente a los más desfavorecidos.
Sacerdotes fieles a su misión. Conscientes de la predilección que el Señor ha mostrado con ellos. Que han respondido generosamente a su llamada, han seguido su voz y han empeñado su vida en el sagrado ministerio, en ser prolongadores de la misión que Cristo recibió del Padre y de la cual les ha hecho partícipes. Sacerdotes que son un «grano de trigo», que renuncian a sí mismos para hacer la voluntad del Padre, que saben vivir ocultos entre el clamor y el ruido, que renuncian a la búsqueda de aquella visibilidad y grandeza de imagen que a menudo se convierten en criterio e incluso en objetivo de vida de tantas personas de nuestro mundo.
Sacerdotes que hacen de su existencia una ofrenda agradable al Padre, un don total de sí mismos a Dios y a los hermanos, siguiendo el ejemplo de Jesús, que cumple la voluntad del Padre dando su vida en la cruz para la salvación del mundo, que «no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por la multitud» (Mc 10, 45). Los sacerdotes vivimos en medio de la sociedad haciendo del servicio a Dios y a los demás el centro de nuestra existencia, vivimos la actitud de servicio aceptando la voluntad de Dios, ofreciendo su vida en totalidad, gastándonos y desgastándonos por los hermanos, especialmente por los más pobres y pequeños.
Pidamos al Señor la gracia de ser verdaderos hombres de comunión, que viven el misterio de la unión con Dios y con los hermanos como un don divino, desde la diversidad de carismas que supone un enriquecimiento y una complementariedad dentro de una unidad en la que todos los dones del Espíritu son importantes para la vitalidad de la Iglesia; pero asimismo desde el convencimiento de que la unidad es la condición indispensable para ser creíbles en el anuncio del Evangelio de Jesucristo. Por eso hemos de curar las heridas, tender puentes de diálogo, promover el perdón en las relaciones humanas, hacer de cada parroquia, de cada comunidad cristiana, una casa y escuela de comunión y sinodalidad.
Que el Señor nos conceda un profundo amor y devoción a María Santísima, como san Juan de Ávila. Ella es, especialmente, Madre de los sacerdotes. Ella es, en todo momento, nuestro consuelo y fortaleza, la Madre y Maestra que nos enseña y nos ayuda a vivir unidos a su Hijo Jesús. Que así sea.