Homilía del Arzobispo de Sevilla del Viernes Santo

Homilía del Arzobispo de Sevilla del Viernes Santo

Acabamos de escuchar el relato de la Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Juan. Jesús acaba de entregar el Espíritu al Padre celestial. Antes ha bebido el cáliz de la traición de Judas, las negaciones de Pedro y el abandono de los suyos. Ha sufrido pacientemente el prendimiento, la farsa de juicio de los sumos sacerdotes, la vil cobardía de Pilatos y la tortura en el Pretorio. Ha escuchado los insultos de la plebe que cinco días atrás le aclamara. Después de recorrer tambaleándose la Vía Dolorosa, se ha dejado clavar en la cruz y, luego de una dolorosísima agonía, ha consumado la obra que el Padre le encomendara realizar. Ha padecido la muerte más cruel que cabía imaginar.

Os invito a contemplar, queridos hermanos y hermanas, el cuerpo de Cristo muerto pendiendo de la cruz, con sus llagas todavía sangrantes y las marcas horribles de la flagelación. Contemplemos su cabeza coronada de espinas y su rostro deformado y sin vida. Oigamos al profeta Isaías, que nos describe con gran realismo el semblante de Cristo en el instante supremo de su vida: «desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano… Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores…, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado…».

Ilustres juristas han estudiado a fondo el proceso de Jesús y en sus conclusiones nos dicen que Jesús no tuvo un juicio justo, ni un juez honesto e imparcial, sino un juez inicuo, completamente vendido a sus enemigos. Pilatos, con un cinismo supremo, condena por blasfemo, a quien era Hijo amantísimo de Dios. Condena por agitador, a quien era manso y humilde de corazón.

Jesús no huye de la Pasión. Acepta la agonía de Getsemaní y las horas terribles de dolor que le esperan, desde la hondura infinita de su amor, de su obediencia, de su confianza inquebrantable en la bondad del Padre. Y muere orando. Los dolores y la angustia de la muerte no logran alterar la paz de su corazón. Su larga agonía fue un coloquio ininterrumpido con el Padre, en el que utiliza los más bellos fragmentos de los salmos, concluyendo la plegaria postrera de su vida con estas palabras estremecedoras del salmo 31: “A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”.

En esta tarde de Viernes Santo, busquemos, queridos hermanos y hermanas, las razones últimas de cuanto sucede en el Calvario. En su raíz está el amor de Dios, que se apiada de la humanidad perdida y que envía a su propio Hijo para redimir al hombre, alejado de Dios por el pecado. Por amor a la humanidad, Jesús se ofrece al Padre para satisfacer por los pecados de los hombres. Se convierte así, como nos ha dicho el autor de la carta a los Hebreos, «en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5,9).

La razón última, pues, del drama del Calvario somos nosotros. El Señor muere por nuestros pecados. Así nos lo ha dicho el profeta Isaías: «Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores…, fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron…» (Is 52,4-11).

Dentro de unos momentos contemplaremos con piedad la Santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo mientras, donde se pueda, el coro cantará los improperios, una pieza musical del siglo XI. Los «improperios» son el canto más conmovedor y dramático de la liturgia católica. Son una especie de reproche que el Cristo clavado en la cruz dirige al pueblo de Israel, recordándole la salida de Egipto, el paso del Mar Rojo, el maná, el agua de la roca y la columna de nube con que Dios guía a su pueblo en su peregrinación por el desierto. Y, a este pueblo, que ejecuta o que permite su crucifixión, Jesús le dirige esta amarga queja: «Pueblo mío, qué te he hecho, en qué te ofendido, respóndeme».

Esta queja dolorida nos la dirige el Señor también a nosotros en esta tarde, recordándonos las maravillas que Él ha obrado en nosotros regalándonos el don de la vida, la vocación cristiana, el agua del bautismo, la filiación divina, la unción de su Espíritu, el pan de la Eucaristía, nuestra pertenencia a la Iglesia y el regalo de su Madre, dones a los que hemos respondido con la indiferencia, la tibieza, la mediocridad, la infidelidad y el pecado. Por ello, también a nosotros nos dirige el Señor en esta tarde este reproche: «Pueblo mío, qué te hecho, en qué te he ofendido, respóndeme».

En la raíz del drama del Calvario están, pues, nuestros pecados contra la fraternidad, nuestros egoísmos, nuestras injusticias, nuestro orgullo y autosuficiencia, nuestra indiferencia ante los pobres, las blasfemias contra el Señor y su Madre bendita, nuestras frivolidades, mentiras, huidas y claudicaciones, el pecado de las generaciones anteriores a Cristo y el de todas aquellas que nos sucederán.

Dentro de unos momentos, veneraremos espiritualmente la Santa Cruz. Hagámoslo mirando la imagen del Crucificado con infinita piedad, agradeciéndole su muerte redentora. Hagámoslo con compunción de corazón, arrepentidos de nuestros pecados y con sentimientos de conversión.

Antes de concluir, quiero subrayar un aspecto que descuella en el relato de la Pasión del evangelista san Juan: la libertad omnímoda con que Jesús va a la Pasión. Él domina su muerte y fija su momento y en la Cruz se nos muestra como Rey. Por ello, en esta tarde de Viernes Santo, queridos hermanos y hermanas, no basta llorar nuestros pecados y sentir la compunción del corazón junto al Cristo martirizado en el Calvario. A los pies del Cristo que reina desde el árbol de la Cruz y que a todos nos atrae hacia Él, entreguémosle nuestra vida, para que en ella instaure su soberanía y sea realmente nuestro único Señor.

No olvidemos en este Viernes Santo y durante todo el día de mañana acompañar a María en su soledad. No pasemos por alto este detalle filial. Sería un olvido imperdonable. Con María tenemos los cristianos una deuda permanente e impagable. Ella permanece junto a la cruz y allí nos recibe como hijos y colabora activamente en la obra de nuestra redención. En sus manos ponemos el eterno descanso de los hermanos que han muerto víctimas de la epidemia y también la recuperación de la salud de los enfermos. Le pedimos, por fin, que nos libre de esta prueba y que bendiga a nuestro pueblo. Amén

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla


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