Homilía del Arzobispo de Sevilla en la Eucaristía del Domingo de Ramos
Con esta Eucaristía del Domingo de Ramos iniciamos la Semana Santa del año 2020, una semana consagrada por entero a los misterios de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Por las dramáticas circunstancias que estamos viviendo, no podemos este año ni bendecir los ramos ni celebrar la procesión que recuerda la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Celebramos una Eucaristía sumamente austera, sin música, sin cantos, sin incienso, sin fieles, pero con el mismo fervor que si la celebráramos en nuestra Catedral.
La palabra de Dios de este Domingo de Ramos dibuja los perfiles precisos de los misterios que vamos a celebrar. El profeta Isaías nos ha hablado del Siervo condenado, flagelado y abofeteado. San Pablo, por su parte, nos ha introducido en el misterio de la muerte de Jesús al decirnos que Cristo «a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz».
El salmo 21 nos ha permitido vislumbrar su abandono, su soledad, tristeza y agonía en el árbol de la cruz, que evoca la agonía y la soledad de tantos hermanos nuestros que en estos días mueren sin el consuelo y la cercanía de sus familiares. Hemos escuchado el grito y la pregunta que Jesús dirige al Padre: Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado, pregunta que muchos de nosotros hacemos al Señor en estos días ante la desventura que aflige a nuestro mundo. Nos encontramos asustados, perdidos y confundidos por la magnitud de la tragedia, llorando por los miles de muertos, solidarios con sus familias, llenos de temor por los enfermos, rezando por el personal sanitario, sin medios suficientes, entregando la vida como los servidores públicos. Por todos ellos y por nuestros ancianos estremecidos ante tanto peligro, levantamos los brazos al cielo, pidiendo clemencia y que cese tanto sufrimiento y tanto dolor.
Comentado el pasaje de la tempestad que se levanta mientras Jesús duerme en la popa de la barca en el lago de Galilea, el papa Francisco nos decía hace unos días que el coronavirus pone al descubierto nuestra vulnerabilidad, las caretas con que cubrimos nuestros rostros, nuestros egos pretenciosos y las falsas y superfluas seguridades con las que hemos construido nuestras agendas, proyectos, rutinas y prioridades. El Papa asegura que la pandemia nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado al que alimenta, sostiene y da fuerza y consistencia a nuestra vida, es decir, al Señor, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacer frente a la adversidad.
En los últimos decenios, la Humanidad se ha sentido fuerte y orgullosa de sus triunfos técnicos, se ha sentido capaz de todo, se ha dejado seducir por el progreso material, abandonando la espiritualidad. Nos hemos sentido fuertes y, ante los avances de la medicina, casi invulnerables. Hemos desoído el grito de los pobres y las llamadas del Señor. Un ser microscópico nos ha despertado del sueño prometeico del progreso infinito y nos ha devuelto a nuestra realidad de criaturas limitadas e indigentes.
Pero no todo está perdido. San Pablo en la segunda lectura ha compartido con nosotros estas palabras llenas de esperanza: «Por eso Dios lo exaltó, sobre todo, y le concedió un nombre sobre todo nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre». Anonadamiento y exaltación. Ahí está la clave para comprender el misterio de la pasión y muerte de Jesús. Su vida no termina en el sepulcro. El Padre lo exalta, introduciéndolo en el gozo iefable de la resurrección.
También a nosotros el Señor quiere levantarnos de la postración en estos momentos dramáticos. Él está dormido en la popa de la barca. Pidámosle que despierte. ¡Despierta Señor, salvador nuestro! ¡No cierres los oídos ante nuestra angustia! Pero los primeros, sin embargo, que debemos despertar somos nosotros. ¡Mucho nos habíamos alejado del Señor! Nos hemos olvidado de Él y hemos organizado nuestra vida la margen de Él y de su amor. La pandemia que estamos padeciendo es una invitación apremiante a convertirnos, a volver a Dios. Es una llamada a la fe, a ir a Él, a confiar en Él y entregarnos a Él. De este modo, este tiempo de prueba se convertirá en un tiempo de gracia, tiempo de enderezar el rumbo de nuestra vida y de convertirnos al Señor y a nuestros hermanos. Invitemos a Jesús a subir de nuevo a la barca de nuestra vida. Entreguémosle el timón para que la guie. Entreguémosle nuestros temores y nuestra angustia para que los venza. Con Jesús nunca naufragaremos. Su Cruz es el ancla que nos salva.
Estamos comenzando la Semana Santa. Vivámosla con intensidad y fervor en nuestro hogar como iglesia doméstica, participando todos los miembros de la familia en las celebraciones litúrgicas a través de los medios. Es una oportunidad preciosa de vivirlas juntos. Vamos a vivir un año más la Pascua, es decir, el paso del Señor de este mundo al Padre, que es al mismo tiempo el paso del Señor junto a nosotros, a la vera de nuestra vida, para transformarla, recrearla, humanizarla y convertirla. El Señor está llamando ya a nuestra puerta. Abrámosla de par en par, de modo que quien resucita para la Iglesia y para el mundo en la Pascua florida, resucite también en nuestros corazones y en nuestras vidas. Sólo así experimentaremos la verdadera alegría de la Pascua. Este es mi deseo para todos vosotros, queridos hermanos y hermanas teleespectadores. Este es mi deseo también para todos los cristianos de la Archidiócesis en los umbrales de la Semana Mayor. Así sea.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla