Homilía del arzobispo de Sevilla en la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María (15-08-2022)
Homilía de Monseñor José Ángel Saiz Meneses. Fiesta de la Virgen de los Reyes. Solemnidad de la Asunción de la Virgen María. Catedral de Sevilla, 15-08-2022
Salutaciones
Celebramos la fiesta de Ntra. Sra. de los Reyes, patrona de Sevilla y de su Archidiócesis, en la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María. Hoy contemplamos de manera especial la victoria de Cristo Jesús, el Señor Resucitado, y la victoria de la Virgen María, que es elevada en cuerpo y alma al cielo. También es nuestra victoria, porque del triunfo de Cristo y de su Madre participa la Iglesia, pueblo que peregrina hacia la patria celestial construyendo el Reino de Dios en la tierra.
Decíamos el primer día de la novena que sería como un camino que iríamos recorriendo de la mano de María, en la escuela de María. Hemos ido reflexionando sobre diferentes aspectos de la persona y la misión de nuestra santísima Madre. Hoy la contemplamos asunta al cielo: primicia de la Iglesia, glorificada, consuelo y esperanza de sus hijos, peregrinos en la tierra, en camino hacia la casa del Padre, llamados a vivir plenamente como hijos suyos, y enviados por el mundo a anunciar la Buena Nueva del Evangelio.
Jesús resucitado se apareció a los Apóstoles y les ordenó que no se alejaran de Jerusalén, y les anunció que recibirían la fuerza del Espíritu Santo y que serían sus testigos hasta el confín de la tierra (cf. Hch 1,3-10). El apóstol es un testigo enviado que anuncia lo que ha visto y oído, lo que ha experimentado. Anunciar el evangelio no es comunicar ideas propias ni relatar meros acontecimientos. Es proclamar la salvación de Dios, que penetra de tal modo en el corazón, que acaba transformando la historia personal y la historia de la humanidad. Es anunciar el Reino de Dios, que hace nuevas todas las cosas.
Cada día comienza la Novena con el rezo del Santo Rosario, y en las letanías invocamos a María como Reina de los Apóstoles. Esta invocación nos ayuda a comprender que la Virgen santísima está presente en nuestra vida cotidiana. Su apostolado es único: ser la Madre de Dios. Ella engendró y dio a Cristo al mundo, y lo presentó a José, a los pastores y a los magos. María nos dio a Jesús. Los Apóstoles fueron elegidos para predicar al mundo el Evangelio, la divina palabra. María fue escogida para traer a la tierra la Palabra eterna del Padre.
Nosotros hemos recibido la misión de anunciar el Evangelio a nuestros contemporáneos del siglo XXI. Vivimos íntimamente unidos y solidarios con la familia humana, compartimos los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, tal como destacó con lucidez el Concilio Vaticano II[1]. Por eso también nos preocupa esta pertinaz sequía, las restricciones energéticas, la pandemia y sus secuelas, la cronificación de la pobreza en algunos de nuestros barrios, o el paro juvenil; y en un nivel global nos preocupa el hambre en el mundo, la desigualdad, la contaminación, la guerra en Ucrania y los conflictos armados en todo el mundo, o la creciente rivalidad estratégica entre las grandes potencias, que al final acaba perjudicando siempre a los más débiles.
La evangelización es el primer servicio que la Iglesia puede prestar a cada persona y a la humanidad entera en el momento presente, en el que conoce grandes conquistas técnicas y científicas, pero ha perdido el sentido último de la vida. Sólo desde Cristo el ser humano puede comprenderse a sí mismo y encontrar el sentido de la existencia. Somos conscientes de que en nuestros ambientes hay muchas personas que viven con intensidad su fe, y también encontramos cada vez más hombres y mujeres en cuyas existencias la fe no ocupa un lugar relevante, o no se plantean necesidad alguna de ser salvados. ¿Cómo evangelizar a quien se ha apartado de la vida de fe o no tiene inquietud religiosa alguna? Sin duda Nuestra Señora de los Reyes nos ayudará a descubrir puntos de encuentro con nuestros hermanos no creyentes, alejados o indiferentes.
Estos puntos de encuentro no están lejos de las aspiraciones profundas de nuestros contemporáneos, que coinciden en buena parte con las de los hombres y las mujeres de todas las épocas. El ser humano, a lo largo de la historia, ha buscado la verdad, el sentido de las cosas, y sobre todo el sentido de su vida. En todas las culturas encontramos las preguntas fundamentales sobre la propia identidad, sobre el origen y el final de la vida, sobre el mal y la muerte, sobre el más allá. Quien busca la verdad busca a Dios, sea o no consciente, y está muy próximo a Dios, que es la Verdad; de la misma manera, quien busca el amor y el bien, está próximo a Dios, que es Amor. Esta es la experiencia de Edith Stein, santa Teresa Benedicta de la Cruz[2].
También es evidente que el corazón humano tiende a una felicidad plena, y se entrega con ilusión a proyectos y actividades esperando saciar su sed de felicidad. Pero una vez y otra experimenta la insatisfacción y un vacío interior que los bienes materiales no pueden llenar. El hombre necesita razones para vivir, para entregarse, para dar lo mejor de sí mismo. Este ser humano que busca la felicidad, busca a Dios. La búsqueda de la felicidad es en el fondo deseo de encontrar a Dios. Este deseo natural está inscrito en el corazón del hombre porque el hombre ha sido creado por Dios y para él. Por eso, sólo Dios puede saciar su sed de trascendencia, sólo en él puede encontrar la felicidad plena que anhela su corazón. Así lo descubrió san Agustín tras una larga búsqueda: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»[3].
El Señor nos envía a ser sus testigos en medio del mundo, más aún, en medio de nuestro pequeño mundo, de nuestro entorno concreto. Si vivimos la experiencia de encuentro con Él, nuestra palabra será portadora de fuerza, de alegría, de seguridad, de sinceridad, de esperanza; nuestra palabra estará al servicio de la Palabra y será transparencia de la Palabra. ¡Hemos de ser ocasión de encuentro con Cristo para aquellas personas que se crucen en nuestro camino! La responsabilidad de la misión es grande, y nosotros somos pequeños y frágiles.
Pero no estamos solos: Nuestra Señora de los Reyes acompaña los trabajos apostólicos de sus hijos, de cada uno de nosotros. Si en la mañana de Pentecostés presidió con su oración el comienzo de la evangelización bajo el influjo del Espíritu Santo, ella es la estrella de la evangelización siempre renovada que la Iglesia debe realizar, sobre todo en estos tiempos tan difíciles como llenos de esperanza[4]. María sigue intercediendo como Madre en favor de los hombres. Hoy intercede por tantos hijos suyos para que encuentren la fe, para que llenen de sentido sus vidas, para que descubran la auténtica felicidad; hoy intercede para que sigamos luchando, sin desfallecer, en la construcción de un mundo mejor, por la paz y el bien común, por la justicia y la verdad, con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, comenzando por nuestra Sevilla y sus barrios, por nuestra provincia, que se acoge bajo su patrocinio, por el mundo entero.
La Virgen de los Reyes, asunta al cielo, es Madre de la esperanza. Ella nos ayuda a interpretar los acontecimientos del mundo y de la vida a la luz de la fe, bajo la luz de su Hijo Jesús. Vivimos una época tan difícil como apasionante. Tiempo para la misión, para proponer de nuevo a Jesucristo en el centro de la vida. Nuestra Señora de los Reyes congregó a los discípulos e hizo posible la irrupción misionera en Pentecostés. Ella nos enseña a ser profundamente contemplativos, y nos ayuda a entregarnos sin reservas en la misión evangelizadora, audaces para encontrar caminos nuevos en el anuncio de Cristo. Así sea.
[1] Cf. CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes 1.[2] Cf. EDITH STEIN, Ser Finito y Ser Eterno, México, 1996.
[3] SAN AGUSTÍN, Confesiones, I, 1.
[4] Cf. SAN PABLO VI, Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi n. 82.
+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla