Homilía del Arzobispo de Sevilla en la Vigilia Pascual
11 de abril de 2020
Capilla Real de la Catedral de Sevilla
«La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente». Con estas palabras del salmo 117 acabamos de responder a la Palabra de Dios en esta Vigilia Pascual, madre de todas las Vigilias de la liturgia cristiana. Con ellas hemos expresado nuestra convicción de que la resurrección es el torrente de luz que ilumina y da sentido a toda la vida del Señor. Sin ella, todo se desvanece. Sin la resurrección, Jesús habría sido uno de tantos predicadores y falsos mesías, como en tiempos de Cristo surgían con frecuencia en Palestina.
¿Y nosotros? ¿Qué sería de nosotros si el Señor no hubiera resucitado? ¿Existirían la Iglesia y los sacramentos? ¿Serviría de algo la oración y el sacrificio si Jesús hubiera sido devorado definitivamente por la muerte? Lleva mucha razón san Pablo cuando dice que «si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe… somos los más desgraciados de los hombres» (1 Cor 15,14-20).
La Palabra de Dios que acabamos de proclamar disipa nuestras dudas y perplejidades. Como las mujeres que llegan de madrugada al sepulcro para embalsamar el cadáver de Jesús, también nosotros hemos escuchado la pregunta del ángel y su gozosa noticia: «Por qué buscáis entre los muertos al que vive. No está aquí. Ha resucitado” (Lc 24,5-6). Esta es la extraordinaria noticia que, en esta noche santa, la Iglesia tiene el deber de anunciar al mundo en una explosión de alegría incontenible: «Jesús ha resucitado, ¡Aleluya! No busquéis entre los muertos al que vive».
Sí, su Padre lo ha resucitado, ha aceptado su muerte redentora, le ha devuelto el Espíritu que Él le entregara en el Calvario y ha puesto sobre Él su sello, como hiciera en el Jordán y en el Tabor, diciéndonos también a nosotros: «Este es mi Hijo, el amado, escuchadle». Por ello, es justo que en esta noche cantemos con el salmo 117: «Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo». La secuencia, que mañana escucharemos en la Misa de Pascua, escrita probablemente en el siglo XII, incluye un diálogo lleno de ingenuo lirismo. En ella, el autor anónimo de este hermoso texto pregunta a María Magdalena: «¿Qué has visto de camino María en la mañana?». Y María responde con estas palabras: «A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos, sudarios y mortaja. ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!».
En esta noche santa, María Magdalena nos hace partícipes de esta gozosa certeza: «¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!». Gracias a ella, que ve vacío el sepulcro del Señor, y a los numerosos testigos que a lo largo de la Pascua contemplan al Señor resucitado, nosotros sabemos que la resurrección del Señor no es un hecho legendario, o simbólico, sino real. No es solo la pervivencia del mensaje del Maestro en el corazón de sus discípulos.
Jesucristo vive. Es ciertamente un personaje histórico, el más grande, sin duda de toda la historia de la humanidad. Pero es también un personaje actual, contemporáneo nuestro, que quiere tener una relación personal con nosotros, para llenar nuestra vida de sentido y de esperanza. La resurrección del Señor, por otra parte, es el fundamento más firme de nuestra propia resurrección, pues en ella el Resucitado nos abre las puertas del cielo.
Esta certeza alienta nuestra esperanza en la lucha de cada día, en el trabajo y en la vida familiar. Esta certeza se convierte en fuente de seguridad, alegría y sentido ante las dificultades, cuando nos visita la enfermedad, el dolor o el sufrimiento. Esta certeza, por fin, es acicate en la vida moral, que es respeto a la ley de Dios, que es esfuerzo por ser cada día mejores, con el estilo de quien ha resucitado con Cristo y aspira a vivir una vida nueva, como nos acaba de decir san Pablo (Rom 6,4).
Vivir esta vida nueva es posible gracias a la resurrección del Señor. Ella hace eficaz la redención obrada por Jesús en el Calvario. Ella nos abre las fuentes de la vida sobrenatural. Gracias a su resurrección se nos aplican los frutos de la Pasión a través de los sacramentos. En ellos, Cristo resucitado nos salva, nos limpia, nos purifica, nos robustece con el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, que no existiría si Cristo no hubiera resucitado. Gracias a su resurrección, nos envía el Espíritu Santo, que nos congrega en la Iglesia para que vivamos nuestra fe y nuestro compromiso cristiano acompañados por una auténtica comunidad de hermanos.
Es esta una noche eminentemente bautismal. Allí donde se pueda en esta noche están siendo bautizados miles de niños y de adultos en iglesias de todo el mundo. En esta noche, evocamos con gratitud la fecha de nuestro bautismo, sin duda, la más importante de nuestra vida. En ella fuimos insertados en la Pascua de Cristo, recibimos el don de la filiación, el tesoro de la gracia santificante, que nos hizo templos de la Santísima Trinidad, miembros de Cristo y miembros de la Iglesia. En esta noche renovamos nuestros compromisos bautismales, renunciamos al pecado y a los ídolos que nos esclavizan y prometemos al Señor ser siempre fieles al don espléndido de la vocación cristiana.
Termino con una breve alusión a la Santísima Virgen, que seguro que sería la primera en gozar de la visión de Jesús resucitado. Felicitemos a María por la resurrección y el triunfo de su Hijo. Pidámosle que nos haga experimentar en el tiempo litúrgico que hoy iniciamos la alegría de sabernos redimidos por el Misterio Pascual de Cristo, la alegría intensa y profunda que brota de nuestra condición de cristianos e hijos de Dios, la alegría y la esperanza por el destino feliz que nos aguarda gracias a la muerte y resurrección de su Hijo. Así sea.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla