Homilía en Eucaristía con los jóvenes al encuentro con la Cruz

Homilía en Eucaristía con los jóvenes al encuentro con la Cruz

EUCARISTÍA CON LOS JÓVENES AL ENCUENTRO CON LA CRUZ
Basílica de María Auxiliadora. Domingo I de Cuaresma (A)
Sevilla, 12, III, 2011

1. Es para mí motivo de profunda alegría encontrarme de nuevo con vosotros, queridos jóvenes, en la tercera etapa de nuestra peregrinación espiritual con la Cruz que el Papa Juan Pablo II os entregara en el año 1984 y que está recorriendo el mundo entero y en los dos últimos años las Diócesis españolas. Nuestro encuentro de esta tarde tiene lugar en la casa de la Virgen y en el mejor ambiente posible, celebrando la Eucaristía, memorial  de la Pascua del Señor, en la que Él se hace realmente presente entre nosotros y se nos entrega como sustento y alimento. Celebramos la Eucaristía del I Domingo de Cuaresma, tiempo especialmente hermoso del año litúrgico, que iniciábamos el pasado miércoles, con la bendición e imposición de la ceniza. En este tiempo propicio y favorable, tiempo de gracia y salvación, la Iglesia nos invita a subir a Jerusalén para vivir con Jesús su Misterio Pascual, los misterios de su pasión, muerte y resurrección. Iniciamos este recorrido ascético junto a la Cruz de Cristo, signo del más alto heroísmo, signo del amor más grande de Aquel que libremente entrega su vida por toda la humanidad y por cada uno de nosotros.

2. El Evangelio nos ha presentado al Señor llevado por el Espíritu al desierto para prepararse, mediante la oración y el ayuno, a su misión salvadora. En el monte de la Cuarentena, Jesús es tentado por el diablo, como fue tentado el pueblo de Israel en el Horeb y como somos tentados cada uno de nosotros. Las tres tentaciones de Jesús, que nos narra el evangelista San Mateo, son el paradigma de las tentaciones del hombre de hoy y de todos los tiempos: la tentación de tener, poseer y atesorar, en lugar de ser; la tentación del poder y el dominio sobre los demás en lugar de servir; y la tentación del prestigio y del brillo social en lugar de la humildad evangélica. Jesús rechaza con decisión estas añagazas con las que el diablo trata de apartarle del amor y de la fidelidad al Padre y del camino que Él mismo se ha trazado para redimir al mundo. Son los sucedáneos de los que os hablaba esta mañana en la Catedral, ídolos con los que el demonio nos seduce y ante los que tantas veces nos postramos, como el pueblo de Israel ante el becerro de oro. Son los viejos ídolos del dinero, el placer, el egoísmo y la insolidaridad, la impureza, la mentira, el orgullo y la autosuficiencia.

3. En la noche de Pascua, la liturgia nos pedirá que renovemos la renuncia a los engaños del demonio, que hicimos el día de nuestro bautismo, la renuncia a los ídolos que nos esclavizan y que sólo nos brindan fragmentos de felicidad pasajera. En la noche de Pascua, la Iglesia nos invitará a que reafirmemos la única actitud que da sentido a nuestra vida, la adoración del Dios vivo y verdadero, fuente de vida para sus hijos, y la aceptación de sus designios, como única verdad de nuestra vida.

4. Mientras llega ese momento, a lo largo de la Cuaresma, la liturgia nos llama a la conversión, a cambiar nuestra mente, los criterios y valores sobre los que asentamos nuestra existencia, tantas veces en contradicción con el Evangelio; a cambiar también y, sobre todo, el corazón, del que brota la bondad y la maldad, que después rebosa y se manifiesta en nuestra boca y en nuestras obras. «Convertíos a mí de todo corazón… rasgad los corazones y no las vestiduras» nos decía el Señor por boca del profeta Joel el Miércoles de Ceniza. No se trata, pues, de un cambio exterior, superficial y cosmético. Se trata de penetrar con valentía, con el bisturí de la verdad, en lo más recóndito de nuestros corazones para descubrir los pecados que nos envilecen, nuestras claudicaciones cobardes, la desgana, la tibieza, las ataduras que nos esclavizan, los lazos, fuertes como maromas o imperceptibles como hilos de sedal, que nos atan a la tierra y nos impiden volar hasta las alturas de Dios. Se trata en definitiva de abandonar nuestra resistencia sorda a la gracia del Dios fiel que nos busca siempre y reclama la reciprocidad de nuestra fidelidad a Él.

5.
Para realizar esta tarea, insoslayable en la Cuaresma, es imprescindible el desierto, que no es tanto un espacio físico, sino una disposición del espíritu, que busca el silencio y la soledad tan importantes para afrontar nuestra renovación interior, para tomar el pulso y la temperatura de nuestra vida. Vivimos en un mundo lleno de ruidos, desbordado e inundado de palabras, de reclamos publicitarios, de discursos vacíos plagados de promesas, palabras que se convierten en estruendo que aliena y deshumaniza. Muchos jóvenes en los fines de semana no encuentran mejor modo de diversión el ruido ensordecedor que favorece actitudes de gregarismo y despersonalización. Necesitáis, necesitamos todos buscar en esta Cuaresma el desierto y el silencio interior. Sólo desde el silencio es posible la conversión y la vuelta a Dios, el encuentro con lo mejor de nosotros mismos, con la verdad del hombre y con el rumor de Dios, sólo perceptible en el silencio.

6. Otros caminos de la Cuaresma son la limosna discreta y silenciosa, que sale al paso del hermano pobre y necesitado; el ayuno que prepara el espíritu y lo hace más dócil y receptivo a la gracia de Dios; el perdón y la reconciliación con los enemigos y la renovación de nuestra fraternidad; la mortificación voluntaria que nos une a la Pasión de Cristo y la aceptación del dolor y los sufrimientos que el Señor permite para nuestra purificación y como reparación por nuestros propios pecados y los pecados del mundo.

7. Actitud fundamental en la Cuaresma es, sobre todo, la oración y la escucha de la Palabra de Dios. En ella confrontamos nuestro tono espiritual débil y vacilante con el plan de Dios sobre nosotros. En ella reconocemos nuestras miserias, nos encomendamos a la piedad del Dios compasivo y misericordioso, que siempre nos perdona en el sacramento de la penitencia, sacramento de la paz, de la alegría y del reencuentro con Dios, que no está pasado de moda, cuya hermosura todos debemos redescubrir, y que cada día hemos de estimar más. A lo largo de estas semanas, hemos de buscar espacios más largos que de ordinario para la oración intensa, humilde, confiada, que nos ayude a ahondar en el espíritu de conversión. Siempre, pero especialmente en estos días de Cuaresma necesitamos recuperar la dimensión contemplativa y volver a la vida interior, valores olvidados por la cultura actual hasta límites sumamente peligrosos para su misma subsistencia. Así os lo decía el Papa Juan Pablo II en Madrid, en el marco de su V Visita Apostólica a España en mayo de 2003 : «El drama de la cultura actual es la falta de interioridad, la ausencia de contemplación… Sin interioridad la cultura carece de entrañas, es como un cuerpo que no ha encontrado todavía su alma. ¿De qué es capaz la humanidad sin interioridad? Lamentablemente, conocemos muy bien la respuesta. Cuando falta el espíritu contemplativo no se defiende la vida y se degenera todo lo humano. Sin interioridad el hombre moderno pone en peligro su misma integridad». ¡Qué profunda verdad encierran estas palabras del Papa!

8. Sin oración, sin contemplación, sin vida interior, queridos jóvenes, el cristianismo se convierte en un mero hecho cultural, nuestros cultos en meras tradiciones y nuestro servicio a los pobres en pura filantropía. Como afirma el Papa Benedicto XVI en su encíclica Deus charitas est, el centro del cristianismo es mucho más que unas imágenes o el mero recuerdo de la vida de Jesús. El corazón del cristianismo no es rememorar una historia, sino un acontecimiento actual, una persona viva, el Hijo de Dios, encarnado hace 2000 años para nuestra salvación, que se deja clavar en una Cruz y que, después de su resurrección, sube al cielo y está sentado a la derecha del Padre, siempre vivo para interceder por nosotros, para tener una relación íntima, personal, cálida y amistosa con nosotros, que se convierte en fuente de paz, de sentido, de equilibrio, de esperanza, de dinamismo y de alegría porque transforma verdaderamente nuestra vida desde dentro.

9. Estamos celebrando la Eucaristía ante la Cruz que el queridísimo Santo Padre Juan Pablo II, que será beatificado el próximo 1 de mayo, os entregara, y ante el icono de la Virgen, salus populi romani,  y la imagen bendita de María Auxiliadora. Utilizando palabras del Papa Juan Pablo II, os invito a entrar en estos días de gracia y salvación en «la escuela de la Virgen María. Ella es modelo insuperable de contemplación y ejemplo admirable de interioridad fecunda, gozosa y enriquecedora. Ella os enseñará a no separar nunca la acción de la contemplación». En la escuela de María aprenderéis en esta Cuaresma a ser almas de oración, el único ambiente en el que es posible la conversión del corazón y la aspiración firme a la santidad, a la que también vosotros estáis llamados, y a la que os alienta desde esta iglesia salesiana la figura de Santo Domingo Savio, santo joven como vosotros. Sólo la oración sustentará una vida cristiana vigorosa, el amor al Señor, a la Santísima Virgen y a la Iglesia, el compromiso de fraternidad, de solidaridad y de servicio a los pobres y el compromiso apostólico y misionero.

10. Garantía de una vida cristiana recia, dinámica, apostólica y comprometida es la devoción a la Santísima Virgen, a la que nos invita en esta tarde San Juan Bosco, devoción que inculca a sus hijos y a sus jóvenes con estas palabras que bien conocéis los Salesianos y que yo hago mías: «Os recomiendo cuanto sé y puedo, y desearía que mi consejo quedara grabado en vuestra mente y en vuestro corazón, que invoquéis siempre el nombre de María, especialmente con esta jaculatoria: «María auxiliadora de los cristianos, ruega por nosotros». Decidla en todo peligro, en toda tentación, en toda necesidad, siempre». Así sea.

+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla


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