Homilía en la coronación canónica de María Santísima de la Sangre, de Huévar del Aljarafe (08-06-2024)

Homilía en la coronación canónica de María Santísima de la Sangre, de Huévar del Aljarafe (08-06-2024)

Real, Ilustre y Fervorosa Hermandad del Santo Cristo de la Vera+Cruz, María Santísima de la Sangre y Santiago Apóstol.

Lecturas: Génesis 3, 9-15; Salmo 129; II Corintios 4, 13-5,1; Marcos 3, 20-35.

Queridos hermanos y hermanas presentes en esta celebración: Sr. Párroco, Delegados Episcopales, sacerdotes concelebrantes, diácono; Sra Alcaldesa y Corporación Municipal de Huévar del Aljarafe; Consejo Pastoral; Real, Ilustre y Fervorosa Hermandad del Santo Cristo de la Vera+Cruz, María Santísima de la Sangre y Santiago Apóstol; Representaciones de Hermandades de Gloria y Penitencia; hermanos y hermanas presentes en este día de la Coronación Canónica de María Santísima de la Sangre, un día tan grande de fiesta para todos nosotros. Demos gracias a Dios y a María Santísima, por nuestra fe, por nuestra historia, por todos los hervenses que nos han precedido en este camino en la Parroquia, en la Hermandad y en la Villa.

Coronamos hoy a María Santísima de la Sangre por su misión excepcional en la obra de la salvación, por ser la Madre de Jesucristo, porque ser verdaderamente Reina. Esta tarde, con la celebración de la Eucaristía y la Coronación Canónica, expresamos nuestro amor de hijos, nuestro fervor filial, y renovamos nuestro compromiso de fidelidad a nuestra Madre en todas las circunstancias de la vida, en todas las situaciones, porque ella siempre nos acompaña con su protección. María Santísima de la Sangre nos alienta en la fe que hemos recibido de nuestros padres, y nos impulsa para vivirla y transmitirla a los demás, especialmente a los más pequeños de la familia, y a los jóvenes.

La primera lectura que hemos escuchado, del libro del Génesis, se refiere a la situación creada por el pecado original. Un relato bien conocido por todos, que nos presenta al hombre, tentado por la serpiente, en una actitud de desconfianza de Dios, como si su Creador le quitara algo de su vida, como si limitara su libertad. Quiere adquirir del árbol del conocimiento el poder de forjar el mundo, de hacerse como dios. No quiere contar con el amor de su Creador, sino con un supuesto conocimiento que le otorgará un gran poder. Más que el amor, busca el poder, con el que quiere dirigir de modo autónomo su vida. Al hacer esto, se fía de la mentira en lugar de la verdad, y así se hunde con su vida en el vacío y la oscuridad.

El pecado de Adán y Eva es la pretensión de excluir a Dios, es la oposición frontal a un mandamiento suyo, como una especie de rivalidad hacia él, y, sobre todo, es la pretensión de ser «como él», tal como propone engañosamente la serpiente. En otro lugar de la Sagrada Escritura, la narración de la construcción de la torre de Babel la exclusión de Dios no aparece como contraste con Dios, sino más bien como olvido e indiferencia; como si Dios no mereciese ser tenido en cuenta en los proyectos humanos, como si se pudiese prescindir de él. Pero en ambos casos se rompe la relación con Dios. Con el pecado el hombre se niega a someterse a Dios, a su ley, y al romperse la relación con Dios, también su equilibrio interior se rompe y se desatan dentro de sí contradicciones y conflictos. Desgarrado de esta forma el hombre provoca también una ruptura en sus relaciones con los otros hombres y con el mundo creado.

Después de la caída de Adán y Eva, Dios revela su plan de salvación, y María es aludida proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente: “Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón” (Gn 3, 15). En esta expresión se vislumbra la voluntad salvífica de Dios desde los orígenes de la humanidad. Frente al pecado, el Señor abre una perspectiva de salvación y se revela el destino de la mujer que se convertirá en su principal colaboradora. La tradición de la Iglesia ha visto en este texto el «protoevangelio», el anuncio anticipado del Evangelio, de la historia de la salvación de la humanidad, una historia en la que María Santísima, la Madre del Mesías, tiene una misión esencial.

El pecado rompe la unidad, la armonía del ser humano con Dios, consigo mismo, con los demás y con la obra de la creación. Hemos escuchado en el Evangelio: “Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir” (Mc 3, 24-25). Una iglesia dividida, como cualquier familia, como cualquier parroquia, como cualquier hermandad, como cualquier villa, como cualquier diócesis, no puede subsistir. La persona misma, dividida interiormente, tampoco puede subsistir. Jesús, en la última cena, pedirá al Padre por la unidad. “No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. Vivir la unidad es condición indispensable para ser creíbles (Jn 17, 20-21).

Dios salvará por propia iniciativa el abismo que se había abierto entre él y los hombres por el pecado. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia…para que reine la gracia por la justicia (Rm 5, 21). Cristo, con su sacrifico redentor, recompone la fractura que el pecado había producido. Así, el hombre, perdonado y agraciado con el don de Dios, no vence los obstáculos, y debe progresar y fructificar en obras de justicia y caridad. El Hijo eterno de Dios se hizo hombre, porque de tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo…para que todo el que crea en él, no perezca, sino que tenga vida eterna y la tenga en abundancia y fructifique.

María santísima colaboró con su Hijo en la obra de la redención desde el principio hasta el final, llevando a cabo la misión encomendada por Dios. Nosotros también tenemos una misión en la vida, en el mundo, en la Iglesia, y María Santísima de la Sangre nos ayuda a cumplirla con fidelidad. Hoy, con la Coronación Canónica, nos comprometemos a que reine en nuestros corazones, en nuestros hogares, en Huévar del Aljarafe, nuestra Villa. Le pedimos que nos enseñe a responder con generosidad a la llamada de Dios, a caminar en la fe y la esperanza, a mostrar su amor de Madre especialmente a los que sufren, a los indefensos, a los más necesitados; a defender la vida humana, a servir a los más pobres, los enfermos, los ancianos que están solos; a los niños y jóvenes vulnerables, a las familias rotas; a los inmigrantes, a las personas que no tienen trabajo. Enséñanos, Madre, a ser solidarios y a trabajar por una sociedad más justa y fraterna.

Queridos hermanos: hoy tiene lugar aquí la Coronación Canónica de María Santísima de la Sangre. Un hecho histórico. Una corona para la Madre que tanto amamos y veneramos, bajo cuyo amparo nos acogemos. Coronar una imagen de María significa aceptarla como Reina de nuestra vida, y acogerla en nuestro corazón como Reina y Madre. Contemplad su imagen. Ella os conoce, os entiende, os espera, os escucha; ella será vuestro consuelo y esperanza. Cuando estéis cansados y agobiados, ella os reconfortará; cuando el sufrimiento y la oscuridad se hagan presentes en el camino, ella será vuestra luz y guía; cuando estéis alegres y las cosas vayan bien, ella reforzará aún más el gozo y la esperanza. En este día de fiesta damos gracias al Señor por el don de nuestra Madre y nos encomendamos a su protección: María Santísima de la Sangre, ruega por nosotros.

 

 

 


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