Homilía en la misa de acción de gracias por la beatificación de Juan Pablo II

Homilía en la misa de acción de gracias por la beatificación de Juan Pablo II

 

EUCARISTÍA DE ACCION DE GRACIAS POR LA BEATIFICACIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II

Domingo IV de Pascua
Sevilla, Catedral, 15, V, 2011

1. Acabamos de escuchar las lecturas correspondientes al domingo IV de Pascua, conocido como Domingo del Buen Pastor. El evangelio nos ha presentado a Jesucristo como el heredero del amor paternal con que Dios mismo guiaba en el Antiguo Testamento al pueblo de su elección. Jesús, en efecto, es el Buen Pastor, que llama y reúne a sus ovejas, las conoce por su nombre, las cuida, guía y conduce a frescos pastizales. Él busca a la oveja perdida y en su inmolación pascual da la vida por sus ovejas. La alegoría del Buen Pastor encontró en las primeras comunidades cristianas una acogida entusiasta. Entró en la iconografía de las catacumbas y de las primeras basílicas bajo la figura del pastor que cuida con abnegación a su rebaño y lleva sobre sus hombros a la más débil de sus ovejas. Los Santos Padres acogieron también cálidamente esta imagen para presentar a Cristo como el guardián de la Iglesia, rabadán del rebaño y modelo de pastores.

2. En este contexto litúrgico celebramos la Jornada Mundial de Oración por la Vocaciones. En ella se nos recuerda que en la tarea salvadora, que tiene como fuente el misterio pascual, el Señor necesita colaboradores para cumplir la misión recibida del Padre y que Él confió a sus Apóstoles. A través de humildes instrumentos humanos, el Señor ha de seguir predicando, enseñando, perdonando los pecados, acogiendo a todos, sanando y santificando. Pedimos en esta Eucaristía al Dueño de la mies que siga suscitando en la Iglesia las distintas vocaciones, que siguiendo a Jesucristo, Buen Pastor, vivan como Él en castidad, pobreza y obediencia, al servicio del Pueblo santo de Dios.

3. En esta tarde, nuestra Iglesia diocesana, una representación cualificada de su presbiterio, de la vida consagrada y de los laicos, las autoridades, el Arzobispo y su Obispo auxiliar, en la Iglesia Catedral, madre de todas las Iglesias de la Diócesis, damos gracias a Dios por el don precioso de la Beatificación del Papa Juan Pablo II, que encarnó como pocos en nuestra época la figura del Buen Pastor, y que el pasado 1 de mayo, en una ceremonia inolvidable, la Iglesia nos lo ha mostrado como modelo de vida cristiana, modelo de pastores e intercesor ante Dios.

4. Yo tuve el privilegio de estar en la plaza de San Pedro aquel memorable 16 de octubre de 1978 en que se iniciaba su pontificado, excepcionalmente dilatado y grande, probablemente el más grande en la historia dos veces milenaria de la Iglesia. Dios, que no abandona nunca la nave de su Iglesia y la dirige invisiblemente por la acción de su Espíritu, nos regalaba en esa tarde un Papa providencial, un Pastor según el corazón de Dios, el Papa que la Iglesia necesitaba en esta hora de la historia del mundo.

5. En las últimas semanas se han escrito miles de páginas sobre Juan Pablo II y el servicio que a lo largo de veintisiete años prestó a la Iglesia y al mundo. Se le ha calificado como campeón del ecumenismo, pues no regateó esfuerzos a la búsqueda de la restauración de la unidad querida por Cristo para su Iglesia. Se han recordado también sus iniciativas audaces en el campo del diálogo interreligioso, convencido de que la Iglesia es en el mundo sacramento de la unidad de todo el género humano (LG 1). En una época de marcado relativismo ideológico, sintió la necesidad de restaurar las certezas sobre las verdades fundamentales y de iluminar con su Magisterio los más variados temas del dogma y de la moral, prestando así un espléndido servicio a la fe. El fruto más granado de este esfuerzo fue el Catecismo de la Iglesia Católica, auténtico compendio de la doctrina católica y verdadero vademecum para todo fiel cristiano que quiera hoy conocer y vivir las verdades fundamentales de la fe. En su solicitud por todas las Iglesias, Juan Pablo II visitó la mayor parte de los países del mundo para anunciar a Jesucristo y confirmar a sus hermanos en la fe, dando así al pontificado una proyección verdaderamente mundial.

6. No es posible olvidar su cercanía a los jóvenes, con los que estableció a lo largo y ancho del mundo una comunión sin precedentes, a pesar de que el suyo fue un liderazgo exigente y nada halagador. No es posible soslayar tampoco su fecundo Magisterio sobre el papel de los laicos en la vida de la Iglesia, su doctrina sobre el sacerdocio y la vida consagrada, sobre nuestra identidad y misión y las raíces sobrenaturales en las que debe sustentarse nuestro ministerio y nuestra consagración. Juan Pablo II, junto con Juan XXIII y Pablo VI, fue el Papa del Concilio, propiciando su interpretación más auténtica y genuina y señalándonos el eje por el que debe discurrir la verdadera renovación de la Iglesia querida por el Concilio y soñada por sus predecesores, que no es otro que el camino de la santidad.

7. Pero, sobre todo, en esta tarde quisiera subrayar, queridos hermanos y hermanas, dos claves, dos pilares, dos focos que iluminan, explican y definen la figura y el pontificado de Juan Pablo II, que nos marcan los caminos para vivir en plenitud nuestra vocación cristiana. Estas claves no son otras que Jesucristo y el hombre, palabras emblemáticas que figuran en el título de su primera encíclica, Redemptor hominis, palabras programáticas que aparecen ya en su primer mensaje a la Iglesia y al mundo en la misma tarde de su elección.»¡No tengáis miedo -nos dijo en aquella tarde memorable-. Abrid las puertas a Jesucristo. Sólo El puede salvar al hombre!».

8. Jesucristo fue su razón de ser, la clave de bóveda de su existencia. Su amor apasionado a Jesucristo, cultivado en la oración, en la intimidad y en la unión con Él, fue el venero fecundo de toda su vida y actividad. Quienes tuvimos el privilegio de contemplar al Papa rezando muy de mañana en su capilla privada, pudimos comprobar con emoción su capacidad de interioridad, su capacidad para abstraerse, abandonarse y centrarse sólo en Dios, conscientes de que estábamos contemplando la oración de un santo. En el amor apasionado a Jesucristo, en su vida interior, en su experiencia de Dios, sustentó Juan Pablo II la fe profunda que se ha traslucía en sus palabras y en sus gestos.

9. En su amor ardiente a Jesucristo sustentó Juan Pablo II su fuerza interior y la entrega agónica de su vida, como el Buen Pastor, al servicio del Evangelio y de la Iglesia, que se convirtió en los compases finales de su vida en la catequesis más persuasiva y convincente sobre cómo debe ser la oblación sin límites de nuestra propia vida al servicio de lo que creemos, amamos y esperamos. Como escribiera el Cardenal Joseph Ratzinger, con su vida y testimonio, Juan Pablo II nos legó en los diez últimos años de su vida la más bella de sus encíclicas: la del sufrimiento y la cruz aceptados por amor al Señor y en solidaridad con todos los que sufren, desde la conciencia de su deber de Supremo Pastor vivida heroicamente.

10. En los instantes finales de la V Visita Apostólica del Papa a España, en la tarde del domingo día 4 de mayo, mientras el Santo Padre estaba recibiendo a la Familia Real en la Nunciatura Apostólica de Madrid, instantes antes de que saliéramos camino de Barajas, un alto funcionario español me definía a Juan Pablo II como ?un hombre verdad? y al mismo tiempo me confesaba que el rasgo que más le conmovía del Santo Padre era la autenticidad de su testimonio, autenticidad que sólo los santos saben transmitir. Yo recordé entonces la frase de Pablo VI en la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, que Juan Pablo II reproduce en la encíclica Redemptoris Missio: «El hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros, cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y en los hechos que en las teorías» (n. 42).

11. Desde el pilar firmísimo de su amor a Jesucristo, desde la oración y la vivísima comunión con Él, Juan Pablo II predicó aquello que creía y vivió aquello que enseñó; y eso lo percibieron católicos y no católicos. De ahí el especial atractivo que ejerció entre los jóvenes, a los que invitaba en su última Visita a España a amar apasionadamente a Jesucristo por los caminos de la  contemplación, de la interiori¬dad fecunda, gozosa y enriquecedora». «Sólo… viviendo la experiencia del amor de Dios», «la ayuda de la oración y… una amistad íntima con Cristo», podremos «ser los constructores de un mundo mejor, auténticos hombres y mujeres pacíficos y pacificadores».

12. La contemplación del rostro de Cristo condujo al Papa Juan Pablo II a descubrir el semblante divino del hombre. Esa es la raíz de su servicio incondicional al ser humano y a su irrenunciable dignidad, defendida con el coraje que brota del amor de Dios. Desde la fidelidad a esta certeza, con la elocuencia de las obras y también con su riquísimo Magisterio social, Juan Pablo II se acercó a los pobres, poniéndose de su parte y en su lugar. Se acercó a los jóvenes, a las familias, proclamando el evangelio del matrimonio y de la familia; se acercó a los trabajadores, defendiendo la primacía del trabajo sobre el lucro y el beneficio; se acercó a los inmigrantes, instándonos a todos a favorecer su acogida e integración. Como el Buen Samaritano, se abajó hasta la postración de los pueblos del hemisferio sur, crucificados por el hambre, las epidemias y el analfabetismo, reclamando una ayuda efectiva de los países ricos para que puedan emprender su propio desarrollo.

13. Juan Pablo II defendió valientemente la dignidad sagrada de la persona humana, imagen de Dios, sus derechos inalienables, la dignidad de toda vida, desde su concepción hasta su ocaso natural, y la causa de la paz en el mundo, obra de la justicia y fruto del diálogo y la colaboración entre los pueblos, considerando la guerra como el supremo fracaso de la humanidad. En su última Visita Apostólica, Juan Pablo II nos invitó a los católicos españoles a «aportar valores y compromisos sustanciales para la construcción de un mundo más justo y solidario»; a ser, «instrumentos de la ternura de Dios hacia las perso¬nas solas y necesitadas de amor, de consuelo y de cuidados en su cuerpo y en su espíritu». Al mismo tiempo, desde su propia experiencia vital nos decía que «vale la pena dedicarse a la causa de Cristo y, por amor a Él, consagrarse al servicio del hombre. ¡Merece la pena dar la vida por el Evangelio y por los hermanos!».

14. Este es el servicio insobornable y coherente de Juan Pablo II a la humanidad y a la verdad del hombre y éste es el mensaje precioso que nos legó. Su beatificación, por la que en esta tarde damos gracias a Dios, debe ser para todos una vigorosa llamada a la santidad. Para responder a la palabra de Jesús: «Sed santos, como el Padre celestial es santo» (Mt 5,48) y para poder anunciar con autenticidad el Evangelio, como ha escrito un teólogo contemporáneo, la Iglesia de hoy «tiene necesidad de una nueva floración de santos, santos capaces de traducir al hoy de la Iglesia y del mundo la vida y las palabras de Cristo…; santos capaces de hacer sentir a Cristo como su contemporáneo y no como un recuerdo del pasado; santos cuyo rostro se haga epifanía la luz y la gracia que emanan del rostro de Cristo resucitado; santos en los que sopla y habla el Espíritu Santo con dulzura y tenacidad al mismo tiempo, y santos en los que los hombres puedan vislumbrar el tesoro de la gracia que es Cristo depositado en la Iglesia».

15. Conscientes de que, como nos dice la liturgia, los santos ?nos estimulan con su ejemplo en el camino de la vida y nos ayudan con su intercesión?, nos encomendamos en esta tarde al Nuevo Beato; acudimos también a la intercesión maternal de la Santísima Virgen, a la que él se consagró siendo niño y en cuyas manos puso su sacerdocio, su episcopado y su ministerio de Supremo Pastor. Que ella nos ayude a vivir con gozo cada día renovado la comunión profunda con el Señor. En este manantial vivificante se alimentará y se renovará incesantemente nuestro apostolado, nuestra comunión fraterna, nuestro servicio a la causa del hombre y nuestro compromiso en la construcción de lo que él llamó la nueva civilización del amor. Así sea.

+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla


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