HOMILÍA en la solemnidad de la Asunción de la Virgen, festividad de la Patrona de Sevilla (Catedral, 15-08-10)
1. Celebramos la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen, que en Sevilla coincide con la fiesta de Ntra. Sra. de los Reyes, patrona de la ciudad y de la Archidiócesis. La Asunción de la Virgen es una de las fiestas marianas que más hondamente han calado en la piedad del pueblo cristiano. En ella celebramos la glorificación y el triunfo de María y nuestra certeza de que, al final de su vida, la Virgen no conoció la corrupción del sepulcro, sino que fue asunta inmediatamente al cielo en cuerpo y alma. Esta certeza es tan antigua como la misma Iglesia. Ya en el siglo II, se celebraba en Jerusalén una fiesta en el mes de agosto en torno al sepulcro vacío de María en Getsemaní. En el siglo IV se construye allí un santuario que, según testimonios fidedignos, era el más visitado después del Santo Sepulcro del Señor. A partir de ese momento comienza a extenderse por toda la Iglesia la convicción de que la Virgen no conoció la corrupción del sepulcro, convicción confirmada por la enseñanza de los Padres de la Iglesia, los escritos de los teólogos y toda la tradición medieval.
2. El dogma de la Asunción de la Virgen está estrechamente ligado a la historia de España y a nuestra cultura. Desde el Renacimiento son incontables las instituciones que, junto al voto de la Inmaculada, hacen suyo el voto de la Asunción: Universidades, gremios, cabildos, hermandades y cofradías e incluso ayuntamientos juran solemnemente defender «husque ad sanguinis effusionem» ambos privilegios marianos. Así sucede en Sevilla, ciudad singularmente mariana. Sus más esclarecidos poetas y sus más eximios pintores e imagineros, especialmente en la época barroca, cantan con belleza sin par el triunfo de María en su asunción a los cielos. Esta certeza no decrece en los siglos XVIII y XIX. Todo lo contrario. A partir de 1900, comienzan a llegar a Roma miles de peticiones de obispos, sacerdotes, religiosos y laicos, Facultades de Teología y Universidades católicas, pidiendo al Papa que defina el dogma de la Asunción. Por ello, el día 1 de noviembre de 1950, con gran alegría de toda la cristiandad, el Papa Pío XII proclama solemnemente ser «dogma divinamente revelado que la Inmaculada madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste».
3. La Asunción de la Virgen es consecuencia de su Concepción Inmaculada: por ser llena de gracia, por no haber contraído el pecado original, ni cometido a lo largo de su vida pecados personales, no estuvo sometida a la ley de la corrupción del sepulcro. Es consecuencia también de su perfecta virginidad, como nos dice San Juan Damasceno: «Era necesario que aquella que en el parto conservó intacta su virginidad, conservase también su cuerpo sin ninguna corrupción después de la muerte». Es, por fin, consecuencia de su maternidad divina y de la unión perfecta con su Hijo, que no pudo dejar de honrar a su Madre, como haría cualquier hijo si estuviera en sus manos distinguir a aquella que le ha dado el ser. Por ello, los Padres de la Iglesia no cesan de repetir este principio: «Dios podía hacerlo, convenía que lo hiciera, luego lo hizo». Cristo resucitado quiso que su madre siguiera su misma suerte, anticipando en ella como primicia la glorificación que a todos nos aguarda al final de los tiempos.
4. La fiesta de la Asunción nos invita en primer lugar a la admiración y contemplación de este privilegio mariano; nos invita además a la felicitación y a la alabanza a la Santísima Virgen. En su Asunción se cumplen sus propias palabras en el Magnificat: «Me felicitarán todas las generaciones porque el poderoso ha hecho obras grandes por mí». Pero esta fiesta encierra también una dimensión de compromiso para quienes amamos a la Virgen como madre y como modelo. Como hemos escuchado en el evangelio, después de conocer en la anunciación el misterio de su maternidad, María se pone en camino y va a prisa a la montaña de Judea para compartir su alegría con su prima Isabel y servirla. María inicia entonces un largo itinerario de fe, de obediencia a Dios que modifica todos sus proyectos, y de alegre ejecución de sus planes misteriosos. Al final de ese trayecto, en el monte de los Olivos, culmina su misión cuando, transfigurada por la gloria del Padre, es llevada al cielo en cuerpo y alma.
5. Entre la Anunciación y la Asunción, entre la montaña de Judea y el monte de los Olivos, María vive un intenso camino de fidelidad, de colaboración, de oración y de unión con su Hijo, de humildad, fe, esperanza y amor. Estas virtudes, que florecieron en un corazón humilde y abandonado a la voluntad de Dios, adornan su incorruptible corona de reina. Son las actitudes que el Señor pide a todo creyente, para admitirlo a la misma gloria de su madre. Son las virtudes que ella nos enseña en el día en que celebramos su tránsito a la gloria celeste.
6. La asunción de la Virgen es para todos nosotros, la humanidad peregrina que gime en este valle de lágrimas, signo de esperanza segura y de consuelo hasta que llegue el día del Señor (LG 68). Ella, como primera redimida por el misterio pascual de su Hijo, nos ha precedido en el reino prometido a los que son fieles, a los que, como ella, hacen de su vida un permanente sí a Dios. Allí reinaremos con Cristo y con María (Apoc 22,5); nos sentaremos sobre tronos (Lc 22,29-30) y recibiremos la corona de la justicia (2 Tim 4,7-8), la corona de la vida (Sant 1,12; Apoc 2,10), la corona de gloria que no se marchita (1 Pet 5,4). Este es el destino feliz que aguarda al Pueblo de Reyes que constituimos todos los bautizados.
7. El misterio de la asunción y la entronización de María a la derecha de su Hijo en la gloria celeste nos desvela además su misión en la vida de la Iglesia y en nuestra propia vida. María es la mujer que hiere la cabeza de la serpiente en los umbrales de la historia y se nos muestra como garantía segura de victoria (Gén 3,15). María es la señal que da Dios al rey Acaz por medio de Isaías: una virgen dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Dios-con-nosotros (Is 7,13-15). María es la señal magnífica y deslumbrante que llena por entero la apoteósica visión del Apocalipsis que hemos escuchado en la primera lectura. En ella aparece un enorme dragón rojo, calificado como «la serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás, el seductor del mundo entero» (Ap 12,9), en lucha perenne contra la humanidad. En el fragor de esta lucha se levanta el signo grandioso de la Virgen victoriosa sobre el gran dragón. Con ello nos enseña San Juan que en la lucha espiritual entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre el pecado y la gracia, es decisiva la ayuda de María a la Iglesia y a cada uno de los cristianos para lograr la victoria definitiva sobre el mal.
8. Ella es la senda por la que Dios se hace presente en nuestra historia. Por ello, es el lugar de encuentro de la humanidad con Dios y el camino más enderezado para llegar a Él. La liturgia secular de la Iglesia la llama «puerta dichosa del cielo». La llama también «estrella del mar», porque nos guía hacia Cristo, puerto de salvación. Desde las alturas de Dios María contempla a sus hijos. Como madre solícita, vela por nosotros, sostiene nuestro esfuerzo, alienta nuestra fidelidad y «continúa alcanzándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna» (L.G 62). Por ello, el sentido de la fe de nuestro pueblo, se ha acogido siempre bajo el amparo de aquella que es abogada nuestra, auxilio de los cristianos, socorro y medianera entre Dios y los hombres.
9. Comentando a sus fieles el evangelio de la Visitación, que hemos proclamado hace unos instantes, concluía San Ambrosio de Milán en los finales del siglo IV con esta preciosa invitación: «Que en todos resida el alma de MaríaSi, queridos hermanos y hermanas, pongamos a María en el centro de nuestros corazones, afanes y proyectos. Caminemos con ella, poniéndola al frente de nuestra peregrinación en esta tierra. ¡Qué mejor compañía que la de la Virgen! Que ella sea siempre el centro de nuestros pensamientos, el norte de nuestros anhelos, el apoyo de nuestras luchas, el bálsamo de nuestros sufrimientos y la causa permanente de nuestras alegrías. Con «María en el corazón», nuestra vida se convertirá en un camino de conversión y de gracia, de reconciliación con Dios y con los hermanos, de fraternidad y servicio humilde y esmerado a los pobres y a los que sufren, y en un manantial de santidad, de dinamismo apostólico y de fidelidad a nuestra vocación cristiana.
10. En este día ella se nos hace cercana a través de la imagen bendita de la Virgen de los Reyes, tan ligada a la historia cristiana de Sevilla. En este día de su fiesta nos mira con especial ternura. A ella acudimos en esta mañana y la invocamos: Le encomendamos a nuestra Archidiócesis, que la tiene como titular, a sus sacerdotes y consagrados, a los laicos, los jóvenes, las familias y los enfermos. Le encomendamos a los miembros de su Asociación, que tanto trabaja por honrarla y por extender su devoción. Le encomendamos a nuestra ciudad y a sus autoridades y le pedimos que a nadie le falte el pan y el trabajo, que todos seamos fieles a nuestras raíces cristianas, y que conservemos siempre como rasgo de nuestra identidad colectiva el amor y la devoción a la Virgen de los Reyes. ¡Guíanos a todos a amar, adorar y servir a Jesús, fruto bendito de tu vientre, oh clementísima, oh piadosa, oh dulce siempre Virgen María! Amén.
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+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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