Jueves de la cuarta semana de Pascua
Os hablaba ayer de la oración de los Apóstoles. Santa Teresa de Jesús nos dice en el libro de la Vida, 8,2, que orar no es otra cosa «sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama». Y en el Camino de perfección, 4,5, añade que «sin este cimiento fuerte [de la oración] todo edificio va falso». Así es en realidad. Quiero añadir que, sin el humus de la oración, todo en nuestra vida será agitación estéril. No habrá eficacia pastoral ni fecundidad apostólica, ni será posible vivir la fraternidad. La oración diaria nos refresca, nos rejuvenece y facilita grandemente el complimiento de nuestros deberes. Cuando en nuestra vida hay oración verdadera, nos dice un gran maestro de oración del siglo XX, san Pedro Poveda, «no hay dificultad insuperable, ni hay problema insoluble, ni falta paz, ni deja de haber unión fraterna, ni se conoce la tristeza que aniquila, ni se siente cansancio en el trabajo; todo está en orden, hay tiempo para todo».
Los cristianos, como nos dijera Juan Pablo II, somos lo que rezamos. En consecuencia, debemos ser hombres y mujeres de oración, convencidos de que el tiempo dedicado al encuentro íntimo con el Señor es siempre el mejor empleado, porque, además de ayudarnos en el plano personal, nos ayuda también en nuestro trabajo apostólico. Efectivamente, en la oración, en el encuentro diario con Jesús, descubriremos el gozo y el valor de vuestra propia vida. Ese es el lugar de la Iglesia y su principalísimo quehacer y ese es el lugar y el quehacer fundamental de todo cristiano. En las cercanías del Señor encontraremos la alegría, la fortaleza y la seguridad para vivir con gozo y autenticidad nuestras respectivas vocaciones.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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