Jueves de la tercera semana de Pascua
En estos días de Pascua estamos leyendo en el evangelio el discurso del Pan de Vida del capítulo sexto del evangelio de san Juan, que Jesús pronuncia después de la multiplicación de los panes y los peces. En él promete la institución de la Eucaristía cuando nos dice: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá a siempre. Y el pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo.
En la noche de Jueves Santo el Señor instituye la Eucaristía. La Iglesia no ha salido aún de su asombro, ni lo podrá hacer jamás, al contemplar el misterio eucarístico. Sabe que nunca podrá narrar con palabras ajustadas la grandeza del amor de Jesucristo que se nos entrega en el sacramento de su cuerpo y de su sangre. La lengua humana ha tratado durante veinte siglos de cantar el misterio «de la preciosa sangre y del precioso cuerpo», aunque siempre ha reconocido con humildad que sólo son balbuceos de gratitud y reconocimiento.
En la Eucaristía se «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (PO 5); ella es el centro y culmen de la vida cristiana, el sacramento de la presencia amorosa de Dios en el mundo. En ella nos encontramos con Jesús, vivo, glorioso, resucitado, presente entre nosotros de manera real y verdadera.
Las circunstancias no permiten que recibamos este sacramento admirable. Dios quiera que pronto podamos recibir físicamente el alimento de nuestras almas, el pan que recrea y enamora, como escribiera bellamente san Juan de la Cruz. Mientras llega ese momento, participamos fervorosamente en las Eucaristías que nos ofrecen los medios de comunicación y lo recibimos espiritualmente con nuestras comuniones espirituales llenas de fe y de amor.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
0 comentarios
dejar un comentario