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La eutanasia, ¿un acto de amor?

Nadie, en su sano juicio, desea perder a un ser querido. Y, cuando la enfermedad acecha, aunque sea grave, pensar en desasirse de él repugna a la razón y al corazón. Las emociones tienen tal calibre que fácilmente traspasan la frágil frontera que existe en estas situaciones entre el amor y el egoísmo. Porque se antepone al dolor del ser amado el afán de mantenerlo a toda costa sin pensar en él. Esto se comprende. Es humano aferrarse a quienes nos dieron la vida, por ejemplo, o comparten ese proyecto en común en el que se asienta la familia.

Rogar a Dios que se los lleve, extrayendo fuerzas de no se sabe dónde, a impulso de evitarles más sufrimiento, es un indicio de la autenticidad de un amor que no hubiera ahorrado sacrificios para seguir asistiéndoles de haber tan solo una brizna de posibilidad de mantenerlos vivos. El enorme peso de la indigencia se codea con la asunción de lo irreversible. Muchos habrán deseado ponerse en el lugar del amado, asumir ese sufrimiento que está padeciendo para liberarle de él, pero se habrán percatado de que es imposible.

Son momentos únicos donde la grandeza de un ser humano se pone de relieve y a nadie se le ocurre apelar a la dignidad del moribundo para justificar la aplicación de la eutanasia. No hay repliegue en el corazón que la reclame para un ser querido. Otra cosa es admitir los recursos que ofrece la ciencia médica que permite no alargar ese sufrimiento, para el cual ya no existe remedio, evitando un fin más doloroso. En este caso, aún comprendiendo la emoción de los allegados, ha de cederse al egoísmo accediendo a desprenderse del ser amado por el que ya nada se puede hacer y dejar que la ciencia actúe. Hay que aprender a despedirse, y educarse para ello porque es ley de vida; ninguno nos vamos a quedar aquí.

En la frontera opuesta se halla quien se escuda en toda suerte de razonamientos espurios para liberarse de una presencia que pudiera afectar a sus hábitos cotidianos, imponiéndole unas cotas de esfuerzo para cuidar al enfermo que no está dispuesto a asumir. O guiarse por otros oscuros intereses. La cultura del descarte canoniza la eutanasia cerrando el paso a los cuidados paliativos, erigiendo muros construidos sobre el hedonismo y el relativismo, aventando el cariño que todo ser humano merece y de forma singular en los instantes postreros de su vida. Una sociedad cimentada sobre el aborto y la eutanasia transita hacia su propia destrucción. Que no nos engañen: ninguno de ellos son actos de amor.

 

 

 


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