La santidad: nada tan bello
Sumergirse en las páginas de un santoral es contemplar el milagro cotidiano de la gracia. Muestra la grandeza de corazones que lucharon sin denuedo primeramente contra aquello que brotaba de su interior y que les impedía alcanzar la unión con la Santísima Trinidad. Hicieron vida las palabras de Cristo: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo…». Y porque la santidad se encarna en seres humanos es tan bella; pone de manifiesto la infinita misericordia de Dios, su inspirador, y de Él no puede brotar más que hermosura. La virtud es luz, irradia luz y se nutre de la luz por antonomasia que es Dios, uno de cuyos atributos es la belleza.
La santidad está en las antípodas de lo tenebroso. La estética de la fealdad contenida en Halloween nunca podrá hacer sombra a lo que en estas fechas vamos a celebrar: un amor que traspasa las fronteras de este mundo sintetizado en la festividad de Todos los Santos, conocidos y anónimos. Se halla en las antípodas del miedo y la oscuridad que esa fiesta, promovida por diversos intereses, ensalza.
El único temor —que no miedo— de los integrantes de vida santa fue alejarse de Dios haciendo uso de la libertad que Él mismo ha otorgado a todos los seres humanos. De ahí su afán por no dejarse atrapar por sus propias miserias, que reconocieron con toda humildad, y por las que se afligieron activamente acogiéndose a la gracia divina. Con esa sensibilidad del que vive fuera de sí, volcado en los demás, no se limitaron a dolerse de las necesidades ajenas. Y extendieron su religiosa creatividad llevándola a escenarios insospechados, a pesar de edades, penurias, limitaciones físicas y las incontables dificultades que hallaron al paso. Trenzaron una parábola grandiosa de ternura que ha impregnado no solo a la Iglesia sino a la misma historia. Ahí está, sin ir más lejos, san Francisco de Asís.
Ver cómo ha discurrido el itinerario espiritual de tantos hombres y mujeres conmueve poderosamente. Ellos encienden, no una calabaza, sino los recónditos pliegues del alma humana. Tenemos tan cerca los «santos del al lado» (Gaudete et exultate), que nos queman.
Los heroicos modelos que han dibujado toda suerte de hazañas por amor a Dios y al género humano nos interpelan, nos animan a dar los pasos para hacer vida el mandato universal de Cristo: «Sed santos, como yo soy santo». En este reciente sínodo sobre los jóvenes hemos vuelto a escuchar esa invitación con renovada fuerza: «¡La santidad es posible!, ¡la santidad es para todos!». No tengamos miedo, como nos vienen diciendo los últimos pontífices.
Nada más bello que el amor que construye, disculpa, cree pese a todo, confía ilimitadamente, restaura, sana las heridas, se convierte en descanso y consuelo, perdona, acompaña… En un recorrido de siglos hallamos circunstancias en la vida de santidad de esos insignes seguidores de Cristo que pueden asemejarse a lo que quizá experimentamos ante esta oferta divina: miedo, dudas, temores, vacilaciones, peso de las propias miserias, vetos ajenos, prejuicios, cerrazón ante la voluntad divina… Si ellos pudieron, ¿por qué no va a ser factible para nosotros? La gracia de Dios nos basta.
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