La teología como contemplación del icono de Cristo
“La historia de la humanidad es movimiento y ascensión, es tensión inexhausta hacia la plenitud, hacia la felicidad última, hacia un horizonte que siempre supera el presente mientras lo cruza”. En 2009 se llevó a cabo en la Capilla Sixtina un encuentro del papa Benedicto XVI con los artistas. Tomando como punto de partida el Juicio Universal de Miguel Ángel, el Papa hizo una lectura teológica, en la que se vislumbraba la centralidad de Cristo en la historia de la humanidad, el impacto del Hijo de Dios sobre su devenir que le otorga el Sentido. Partiendo de la belleza de las figuras representadas, el Papa no dejó de lado el dramatismo de la realidad del mundo sobre el que es pronunciada la Palabra de la salvación, respuesta del Amor de Dios al misterio del mal y del sufrimiento. Esos tres ejes: la belleza; el drama y la contradicción de la historia; y, por último, el don del Amor de Dios manifestado en Cristo, representan una síntesis de su pensamiento, plasmado en una obra inmensa, auténtico legado para la posteridad.
Tomar como punto de partida la belleza implica reconocer su vínculo con la esperanza. En la admiración del icono, a través de una vía interior en la que la propia mirada es purificada, se desvela un rayo del esplendor de la Belleza. Benedicto XVI evoca con frecuencia la santidad como convincente apología de la fe cristiana frente a cualquier negación: la verdad se encuentra en los santos y en la fe que su vida, reflejo de la Belleza de Dios, genera. Esta consideración estética despierta el encuentro real con Dios, el conocimiento del Dios vivo y verdadero: el cielo no está vacío, la vida no es un simple producto del azar y de la causalidad de la materia, por encima de todo se encuentra el Amor de Dios, que se ha manifestado en Jesucristo. En su encíclica sobre la esperanza cristiana, Spe Salvi, Benedicto XVI rinde cuenta de un Amor que permite que el cristiano no deplore la muerte, sino que la vea como causa de salvación, pues Dios, el fundamento de la esperanza, garantiza lo que el ser humano solo puede intuir vagamente y que, sin embargo, anhela en lo más íntimo de su corazón: la vida que es realmente vida.
La aparición de Jesucristo, el Hijo de Dios, conduce a la belleza a un punto que ni siquiera los filósofos griegos –que tanto la habían estudiado– pudieron alcanzar con sus reflexiones. Aquel que es la Belleza misma ha asumido la carne humana y se ha dejado desfigurar el rostro, esto es, ha entrado de lleno en el drama del mundo. En esa desfiguración del Rostro, aparece (de un modo paradójico) la gran manifestación de la belleza y, por tanto, de la verdad: un amor que se entrega hasta el extremo y se revela más fuerte que la violencia, la mentira y la muerte. La trilogía Jesús de Nazaret que el papa Benedicto XVI escribió “como teólogo” manifiesta, sin embargo, la grandeza de su confesión de fe: como san Pedro, el primero de los apóstoles, dice que Jesús, con el Rostro atravesado por el sufrimiento de la humanidad, es el Hijo de Dios vivo. Su confesión de fe, al igual que la de Cesarea de Filipo, adelanta la de sus hermanos y, con su determinación, la impulsa y la ilumina. El Salvador no solo no es ajeno al drama de la humanidad, sino que, como se revela en el icono de Cristo crucificado, se deja reconocer en todos sus sufrimientos.
En su testamento espiritual, que fue publicado el mismo día de su fallecimiento, el Papa Emérito confiesa a Dios como el “dador de todo bien” que, incluso a través de los momentos de oscuridad, guiado por Él, quiere conducirlo a la salvación. Entre los dones del Señor destaca su Amor infinito que Él mismo pudo comenzar a gustar durante su vida y para el que se dispuso, de un modo particular, en el monasterio Mater Ecclesiae, donde entregó sus últimos días al Señor. Dedicado a la oración se preparó para el cielo, “siempre más de lo que merecemos” y, por ello, un don. Ahora, en la esperanza de que ha alcanzado la Verdad, con la que cooperó toda su vida, tendrán sentido pleno las palabras que en 2009 dirigió a los artistas: “la fe alienta a cruzar el umbral y a contemplar con mirada fascinada y conmovida la meta última y definitiva, el sol sin ocaso que ilumina y embellece el presente”.
Manuel Palma, presidente decano de la Facultad de Teología San Isidoro de Sevilla