LA VIOLENCIA NO TIENE APELLIDOS, Carta con motivo del día de la mujer maltratada (25-Nov-08)

LA VIOLENCIA NO TIENE APELLIDOS, Carta con motivo del día de la mujer maltratada (25-Nov-08)

 

Para Dios, como buen Padre, lo más querido son siempre sus hijos. Cuida de ellos y los protege con la mejor de las ayudas: poniendo en el corazón de los suyos la ley del amor, del respeto al valor y dignidad de cada uno. Con una conciencia y unas normas de conducta moral que serán luz imprescindible para las relaciones entre las personas que fueron creación suya.

 Lo que Dios ha engrandecido, la persona, el hombre y la mujer, que no lo empequeñezca el odio entre hermanos, la violencia entre ellos, la humillación del más débil, la indiferencia ante el dolor de quien vive en la misma casa, la injusticia de no reconocer los derechos inviolables de la persona.

 Se ha llamado de muchas maneras: «violencia de género», «violencia doméstica», «violencia contra la mujer», «violencia machista»… La violencia es siempre una agresión injustificable, que no necesita apellido alguno para ser inadmisible y merecedora del mayor de los desprecios. Y no solo esa violencia a la mujer en el matrimonio, en la familia, en la casa, sino en el trabajo y en la misma sociedad.

 La violencia de género es especialmente reprobable porque va unida a una tortura cruel, tanto física como moral, que acaba destruyendo a la misma persona y degrada las relaciones afectivas, matrimoniales, familiares y sociales. Una violencia y una tortura moralmente inaceptables, inhumanas y delictivas.

La dignidad de la mujer

 Juan Pablo II escribió una carta sobre la dignidad de la mujer, en la que decía que había llegado la hora de la mujer, su influencia en la sociedad, de la efectiva promoción de la dignidad y de la responsabilidad de la mujer» (Mulieris dignitatem, 1).

 No basta reconocer que el hombre y la mujer tienen igual dignidad y están sujetos a los mismos derechos, sino que se ha de tener en cuenta la peculiar identidad de la mujer, así como el valor de la complementariedad y de la ayuda recíproca que el hombre y la mujer deben prestarse, especialmente en el matrimonio.

 El cristianismo siempre ha reconocido esta indiscutible valoración de la dignidad de la mujer, condenando cualquier limitación de sus derechos y, de una forma especial, denunciando la vejación que pueda sufrir a causa de su condición femenina. Todo ello ha quedado más que patente en la doctrina y moral y social de la Iglesia:

 «El hombre y la mujer tienen la misma dignidad y son de igual valor, no sólo porque ambos, en su diversidad, son imagen de Dios, sino, más profundamente aún, porque el dinamismo de reciprocidad que anima el nosotros de la pareja humana es imagen de Dios. En la relación de comunión recíproca, el hombre y la mujer se realizan profundamente a sí mismos reencontrándose como personas a través del don sincero de sí mismos» (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 111).

 Violencia, malos tratos, marginación en mil formas diferentes, amenaza al más débil… La vida es un valor incuestionable del que nadie puede disponer a su antojo. Valor social, y que ninguno se atreva a decir que lo suyo es solo suyo y para él mismo. En alguna manera, lo que de Dios viene nos pertenece cuidarlo a todos.

 El derrotismo, las actitudes permanentemente negativas, el abatimiento irracional, la desesperación como recurso, la disconformidad y disonancia como juego y sin finalidad constructiva, la duda como expresión continua de la sospecha, el fracaso como lo inevitable, la violencia como solución, el evadirse de la responsabilidad, la negación a colaborar y a servir… Nada de ello puede caber en nuestros convencimientos cristianos. El bien, la justicia, la paz, la caridad fraterna, la comprensión, el trabajo por la paz, el apoyo mutuo… Esto es lo que nos corresponde hacer como cristianos.

Ensañamiento contra el amor

 La llamada violencia doméstica es una acción repudiable, porque a la maldad de la agresión, se añade la villanía de ver destruir a la persona, sobre todo a la mujer, con la que había unos vínculos afectivos. Se hiere y se mata a la mujer con la que se estaba unido y es de suponer, en muchos casos, con una amor sincero. El odio y la violencia fueron más fuertes que el amor recíproco.

 Esta violencia de género es un perverso atentado al matrimonio que, en principio, es la máxima expresión de una mutua y libre elección. Dentro del matrimonio, la agresividad destruye esa fuerte comunión entre las personas. Hace que se tambalee uno de los pilares más sólidos para la felicidad del hombre y de la mujer. Lo que podía ser un maravilloso encuentro para una convivencia llena de amor, se transforma en una convivencia insufrible y abocada, en no pocas ocasiones, a la eliminación de uno de los cónyuges.

 También hay que denunciar esa violencia a la mujer en el mismo noviazgo y en la convivencia extramatrimonial. Existen inexplicables situaciones rayando en la esclavitud, con una increíble limitación de la misma libertad personal, reduciendo a la mujer a una mercancía productiva más.

 Las consecuencias no pueden ser más nefastas y deplorables. Primero para la persona agredida, después para la familia entera, sobre todo para los hijos. Pues es la mujer la que, de modo particular, crea en la familia ese ambiente de cariño y de ternura que es un sólido apoyo para un adecuado desarrollo de la personalidad de los hijos. Por contrario, la violencia destruye cualquier atisbo de ternura, hace tensas las relaciones e insoportable la convivencia.

 Unas víctimas, particularmente sensibles, son los niños. Con frecuencia son testigos de los malos tratos, de los gritos, del llanto de la madre. Incluso ellos mismos han sufrido crueldades inconcebibles. Será necesario hacer un esfuerzo especial para recuperarlos y para que puedan vivir una vida lo más normal y feliz posible.

 Esta violencia se vuelve también contra el que la ejerce, despreciado por todos, incluso por su propia familia, siendo muy difícil el poderlo recuperar para volver a vivir con dignidad. Para ello será necesario descubrir dónde pueden surgir los posibles actos de violencia (paro, drogadicción, dificultades económicas, trastornos de la personalidad…) y ponerle remedio antes de que estas personas actúen.

 Con esta violencia doméstica, se atenta contra la grandeza de la familia. La alianza de amor se convierte en discordia, malestar, deseos de venganza y destrucción. La dignidad de las personas ha quedado muy herida, se ha perdido el amor, el respeto recíproco y hasta la misma vida.

 Hay que repetirlo una y otra vez: «La violencia es un mal, que la violencia es inaceptable como solución de los problemas, que la violencia es indigna del hombre. La violencia es una mentira, porque va contra la verdad de nuestra fe, la verdad de nuestra humanidad. La violencia destruye lo que pretende defender: la dignidad, la vida, la libertad del ser humano» (Juan Pablo II, Drogheda, 29-9-1979).

 Esta violencia provoca no solo una ruptura social, sino que es también una injusticia a la misma sociedad, que tiene algún derecho a la vida y dignidad de las personas. El matrimonio y la familia están dentro de ese valor tan necesario que es la sociabilidad y que está inscrito en la misma naturaleza del hombre y de la mujer, que son seres sociables.

 Esa violencia provoca no sólo una ruptura social, sino que es también una injusticia a la misma sociedad, que tiene algún derecho respecto a la vida dignidad de las personas. El matrimonio y la familia están dentro de ese valor tan necesario que es la sociabilidad y que está inscrito en la misma naturaleza del hombre y de la mujer, que son seres sociables.

 La violencia de género es una verdadera corrupción del amor. La provoca con acciones destructoras de los valores más consistentes de la donación de si mismo: la generosidad de la entrega recíproca, el sacrificio desinteresado por el bien de los demás, el heroísmo que lleva hasta dar la vida por el bien del otro, el amor sin límite… En contraposición aparece el egoísmo, la falta de respeto a la persona, la violencia, la falta de moral, la negación del derecho a vivir.

 En esta sociedad son imprescindibles tanto el hombre como la mujer. Cada uno tendrá una identidad propia e individual, pero con una dimensión social a tener en cuenta, para no sucumbir ante el egoísmo e ignorar la presencia y respeto a los demás

Buscar y aplicar los remedios

 El número de las mujeres que han sido víctimas del crimen es estremecedor. No sólo por la cantidad, sino por los mismos agravantes y circunstancias de ensañamiento, presencia de los hijos, crueldad a hasta los extremos más increíbles.

 Hay que añadir, a esa lista de las víctimas mortales de la violencia doméstica, a todas aquellas mujeres maltratadas, a las que sufren vejación por parte de sus parejas, a las que se les humilla constantemente en su misma dignidad de persona y de mujer, a las que no se les reconoces sus inalienables derechos a una vida tranquila y feliz. En fin, una insufrible y permanente situación de angustia y de tristeza, que lleva incluso a la desesperación.

 ¿Cómo atajar de raíz este mal individual y social que es la violencia de género? Lo primero había de ser el prevenir esas acciones violentas. Emprender una eficaz campaña en favor de educación para el matrimonio y la convivencia, el respeto a las personas, la superación de las dificultades, el compromiso familiar y social…

 Estar cerca de la familia, buscando para ella leyes justas y protectoras. Luchando con todas las fuerzas para erradicar la violencia en los hogares, por conseguir una buena educación de los hijos, por estar al lado de la familia en los momentos de dificultad. Estimular a los jóvenes a que pongan en juego sus mejores valores y inquietudes de sinceridad, de solidaridad, de ganas de formarse para un futuro mejor. Ayudarles a vivir esos valores sin ofrecerles a cambio nada que pueda ofender su generosidad, al pensar que solamente pueden hacer algo digno hipotecando su misma dignidad.

 Habrá que denunciar las situaciones de acoso y violencia doméstica. Denuncia que se hace juicio y defensa de los derechos ignorados y violados, especialmente los de las mujeres. Estar cerca de las víctimas y prestarles ayuda facilitándoles apoyo jurídico, orientando respecto a la denuncia, garantizando su libertad personal y familiar, la ayuda económica y laboral, la formación necesaria para saber reconocer sus derechos, la educación para el matrimonio y la familia, el fortalecimiento de la autoestima como mujer y como madre

Los proyectos de Dios

 Dios ha querido hacer al hombre y la mujer como valedores suyos y signo del mismo amor del Señor a toda la humanidad. Todo cuanto vaya contra ese proyecto de Dios es intrínsecamente malo y destructivo. El hombre y la mujer han sido creados para amarse, en el sentido más santo y digno del amor recíproco, que se funda en la dignidad y libertad de la persona.

 La iglesia, a través sus instituciones, tiene muy presente este problema de la violencia y de los malos tratos a la mujer y emprende aquellas acciones, que considera más eficaces para resolver el problema: formación para la autonomía, autoestima y desarrollo personal de las mujeres, concienciar sobre la igualdad de derechos del hombre y la mujer. Desvelar la situación de inseguridad (económica, laboral, familiar…) en que vive la mujer. Actividades orientadas a favorecer el protagonismo de las mujeres en la sociedad, haciendo ver que la mujer tiene que estar presente en una sociedad de hombres y mujeres, de la misma manera que lo está el hombre. Promover una actitud de sensibilidad especial ante los problemas de pobreza e injusticia de la mujer.  Crear cauces formativos y de promoción  que generen las condiciones para emprender posibles trabajos y servicios que favorezcan el aprendizaje y desarrollo de mujeres.

 En forma alguna, desde nuestra condición de cristianos, podemos olvidarnos de este problema de la violencia de doméstica, de género, familiar, que causa tantas víctimas mortales y otros muchas que tienen que sufrir una angustiosa y permanente tortura, tanto interior como externa.

 «Por desgracia, decía Juan Pablo II, somos herederos de una historia de enormes condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud. (…) Sin embargo estoy convencido de que el secreto para recorrer libremente el camino del pleno respeto de la identidad femenina no es solamente en la denuncia, aunque necesaria, de las discriminaciones y de las injusticias, sino también y sobre todo en un eficaz e ilustrado proyecto de promoción, que contemple todos los  ámbitos de la vida femenina, a partir de una renovada y universal toma de conciencia de la dignidad de la mujer» (Carta a las mujeres 3, 6).

 No tenemos otro modelo mejor que ofrecer que la Santísima Virgen María, la mujer santa que asume su vocación y dignidad de elegida por Dios. Madre siempre unida a su hijo Jesucristo en la tierra y consumada esa unión es llevada al cielo en cuerpo y alma. María por su fe será siempre modelo para la Iglesia y, particularmente, para la mujer, que desempeña un papel único en la sociedad. Necesitamos de la presencia de la mujer en la vida familiar, social, política y cultural. Pero queremos es presencia de la mujer por ella misma, sin que para tener un puesto en la sociedad tenga que renunciar a nada de su propia personalidad femenina.

 En la Virgen María tendrá siempre la mujer la figura ejemplar y el modelo a seguir, sabiendo muy bien que el ser mujer no supone privilegio alguno, como tampoco lo es ser hombre, sino unas obligaciones muy grandes. Si la Virgen María recibió tantas bendiciones de Dios, no lo fue por ser mujer, sino por haber sabido corresponder fielmente y con toda generosidad a la gracia y bondad que de Dios recibía.

 Que Dios os bendiga,

Carlos, Cardenal Amigo Vallejo
Arzobispo de Sevilla


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