Miércoles de la cuarta semana
Celebramos hoy la fiesta de la Anunciación del Señor, el mayor acontecimiento que vieron los siglos en expresión de un literato de nuestro Siglo de Oro. La gratitud debe ser la consecuencia natural de la contemplación del don de la Encarnación, gratitud en primer lugar al Padre de las misericordias, de quien parte la iniciativa. Dios Padre se apiada del hombre perdido y se acerca a nosotros por medio de su Verbo.
Nuestra acción de gracias debe detenerse también en Jesús, quien en su entrada en el mundo dirige a su Padre esta oración filial: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Heb 10,5-7). Jesús obedece al Padre para reparar la desobediencia de Adán (Hebr 5,8), obedece hasta la muerte por nosotros (Fil 2,8), con la sumisión del que es enteramente libre. Agradezcamos al Señor su obediencia, pues en ella está en el origen de nuestra salvación.
No olvidemos en nuestra contemplación serena, larga y agradecida a la tercera persona de la Santísima Trinidad, pues la Encarnación se realizó «por obra y gracia del Espíritu Santo». El Espíritu Santo fue la sombra fecunda que obró el prodigio (Lc 1,35), en una especie de Pentecostés anticipado.
Por último, en esta fiesta nos acercamos con amor filial a Santa María, la esclava obediente a la Palabra de Dios (Lc 1,38). Con María la humanidad tiene una deuda permanente e impagable. Con gran generosidad responde a Dios que ella es su esclava y que desea ardientemente que se realice con su cooperación su proyecto salvador. Nosotros admiramos con emoción su grandeza, le encomendamos el dolor de la humanidad en esta hora y le pedimos que aleje de nosotros esta terrible pandemia.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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