Miércoles de la cuarta semana de Pascua
El libro de los Hechos, que estamos escuchando en las eucaristías de estos días de Pascua, nos atestigua en varios pasajes que después de la resurrección del Señor, los Apóstoles subían todos los días al templo a orar, obedeciendo al mandato de Jesús: Hay que orar siempre sin desfallecer. En la vida pública de Jesús, los apóstoles vieron muchas veces al Maestro retirándose al monte para orar a solas con su Padre. Ellos pudieron percibir cómo se transformaba su rostro, embebido totalmente en un diálogo amoroso con el Padre. Por ello, viéndole orar, piden a Jesús que les enseñe a orar. Y Jesús les enseña la oración del Padre Nuestro.
En su biografía de Jesús nos decía el papa Benedicto XVI que “sin el arraigo en Dios la persona de Jesús es fugaz, irreal e inexplicable”. El Padre celestial es el verdadero centro de su personalidad. Jesús vive y actúa en continua referencia al Padre celestial, ora y enseña a orar.
Uno de los aspectos más genuinos de la enseñanza de Jesús, el primer orante, es la invitación a la oración constante, que es exigencia de nuestra condición de hijos, que reconocen la absoluta soberanía de Dios, confían en su amor y tratan de ajustar constantemente su voluntad a la de Dios. En la oración diaria sintonizamos con la sabiduría y la voluntad de Dios y, casi sin darnos cuenta, se produce en nosotros una especie de afinidad con la verdad de Dios, que es en definitiva la verdad más profunda sobre el hombre y el mundo. En la oración crece nuestra amistad e intimidad con el Señor, se graban en nosotros sus propios sentimientos y el Señor nos va modelando y robusteciendo nuestra unión e identificación con Él.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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