Miércoles de la segunda semana de Pascua
En la primera lectura de la Eucaristía de ayer, tomada de los Hechos de los Apóstoles, nos decía san Lucas que, después de Pentecostés, los Apóstoles daban testimonio de Jesucristo con mucho valor. Hoy la lectura añade que, como consecuencia, el sumo sacerdote judío mandó encarcelarlos, pero por la noche un ángel del Señor los liberó abriéndoles la prisión. Nos dice también que al día siguiente se presentaron en el templo enseñando al pueblo y predicando a Jesucristo con valentía.
Todos nosotros, en virtud del bautismo y de la confirmación, en la que recibimos al don del Espíritu Santo, estamos llamados al apostolado y al testimonio, en primer lugar, con la palabra, sin rubor y sin complejos. No debe darnos miedo ni vergüenza hablar de Jesús en nuestra familia, a los hijos y a los nietos, a nuestros amigos y a todas las personas que entretejen nuestra vida. Que no nos puedan el temor a ser rechazados, o cálculos humanos poco confesables como el miedo a perder ventajas económicas o profesionales. Si estamos convencidos de que el Señor es el mayor tesoro de nuestra vida, hemos de anunciarlo por doquier, conscientes de que es el mejor servicio que podemos prestar a las personas que queremos y con las que nos relacionamos.
Pero además de anunciar a Jesucristo con la palabra explicita, hemos de anunciarlo también con el testimonio luminoso, atractivo y elocuente de nuestra vida sinceramente cristiana, afincada en la verdad, la justicia, la piedad, la compasión y la misericordia, tan necesarias en el tiempo que nos toca vivir, de modo que al conocer nuestra vida, otros conciudadanos nuestros se interroguen por nuestro estilo de vida y se animen a volver al Señor, en el que encontrarán la alegría, la esperanza y una insospechada plenitud.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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