Miércoles Santo
El Papa Francisco nos impresionó el viernes 27 de marzo con su sentida oración por el mundo ante la pandemia global. Decía en su homilía: “Densas tinieblas han cubiertos nuestras plazas… se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso… Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente”.
Esta será, posiblemente, la mayor enseñanza que estamos aprendiendo en esta tragedia: todos nos necesitamos, nadie puede vivir solo. Este virus impío nos desarma y nos enfrenta ante nuestra vulnerabilidad. Así, el individualismo, que se ha extendido como una bruma silenciosa y destructora en nuestras sociedades occidentales, se revela como profundamente pernicioso. Ojalá que después de estos días de dolor no volvamos iguales a nuestras ocupaciones habituales. Que se avive nuestra conciencia de que somos hermanos, hijos de un mismo Padre.
Los cristianos nos sabemos, además, miembros y hermanos en la Iglesia. Los sevillanos somos parte de una comunidad gloriosa y bendecida por Dios desde hace muchos siglos. Somos hermanos pequeños de san Isidoro de Sevilla, de las santas Justa y Rufina, Santa Ángela y tantos otros hermanos santos que acompañan a la Virgen Inmaculada en el cielo. No olvidemos, pues, que somos Iglesia. La epidemia nos podrá robar la libertad, e incluso la vida, pero no nos robará la certeza de sabernos miembros de una gran comunidad cuya meta es el cielo, pero que ya aquí vive la hospitalidad, la fraternidad y la solidaridad. Ojalá que así sea.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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