Misa por el 40º aniversario de la ordenación sacerdotal de mons. Saiz Meneses
Homilía de Mons. José Ángel Saiz Meneses en la celebración del 40 Aniversario de Ordenación Sacerdotal. Catedral de Sevilla, 11 de julio de 2024. Lecturas: Jeremías 1, 4-9; Salmo 15; 1Corintios 9, 16-19.22-23; Juan 15, 9-17.
- Saludos.
- El próximo día 15 de julio se cumplirán 40 años de mi ordenación sacerdotal. A lo largo de cuatro décadas, de tantas vivencias interiores y exteriores, de tantos lugares y experiencias, no puedo más que repetir con gratitud las palabras del Salmo 15, que expresan poéticamente mi actitud más profunda: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad.» ¿Cuál es el sentido de estas bellas palabras? Cuando el pueblo de Israel llega a la tierra prometida y se procede al reparto de tierras entre las distintas tribus, los levitas no obtienen ningún lote, porque el Señor ha de ser su porción y su heredad. Ellos están llamados a una gran intimidad con el Señor, de la que brota una espiritualidad específica, y que entraña, a su vez, una profunda gratitud. De ahí que el salmista continúe diciendo: «Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa esperanzada (…) Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha».
- La fuerza del ministerio sacerdotal radica en la fidelidad del Señor, que dura por siempre, y en este convencimiento hallamos la fuerza moral para ser fieles a nuestro sacerdocio. Queridos hermanos: os invito a dar gracias al Señor conmigo por el don que de él recibí, y a que recéis por mí, por los sacerdotes y por las vocaciones sacerdotales; os invito también a dar gracias a nuestros sacerdotes por su trabajo pastoral, su entrega generosa, su fidelidad incondicional y la alegría con que viven su ministerio. En este año el Señor nos bendice con la celebración de la beatificación del Venerable José Torres Padilla, un gran ejemplo sacerdotal, miembro de nuestro presbiterio, canónigo de esta Catedral.
- “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15). El acontecimiento de la encarnación del Verbo es la prueba máxima de que Dios ha querido establecer relación de amistad con los seres humanos. Dios mismo nos ha enviado a su Hijo para elevarnos al nivel de su amistad, para salvar al mundo, para ofrecer la vida eterna a todo el que crea, para introducir a los creyentes en la amistad con él. Al dar la vida por sus amigos ejerce la forma más grande y perfecta de amistad y la forma suprema de la caridad.
- Ya no somos siervos, sino amigos. El Señor me llamó para estar con Él, para ser formado en amistad e intimidad con Él, y para ser enviado a predicar, a colaborar en la obra de la salvación, en la construcción de su Reino aquí en la tierra. Él capacita para anunciar su Palabra, para llevarla a los hombres y mujeres de hoy. La seguridad de no ser ya siervo, sino amigo, me produce una gran alegría interior y, al mismo tiempo, una profunda impresión y responsabilidad, por la grandeza que comporta, porque soy consciente de mi propia debilidad y pecado, y, a la vez, de su infinita misericordia. La llamada del Señor y su amistad, la experiencia de su amor, de su bondad infinita, me llena de sentido y plenitud hasta el punto que no puedo imaginar mi vida de otra manera que no sea el camino sacerdotal.
- Jesús es tan buen amigo, que nos asocia a su obra de la redención: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15, 16). La primera misión que encarga a los amigos es ponerse en camino para ir al encuentro de los demás, de todos los pueblos, para anunciar la Buena Nueva, y dar un fruto abundante y duradero. Para ello es preciso vivir una comunión plena con Él tal como expresa la alegoría de la vid y los sarmientos. El Señor por el Bautismo y la Confirmación me había acogido en la familia de la Iglesia, y me había llamado a vivir en amistad con Él, como Lázaro, Marta y María, sus amigos de Betania; pero en el momento de la Ordenación sacerdotal me introdujo en el círculo de aquellos amigos a los que después de instituir la Eucaristía les dijo: “Haced esto en memoria mía” (1Cor 11, 24); a los que después de resucitado les encargó el ministerio del perdón de los pecados (cf. Jn 20, 23).
- Os aseguro que cada vez que medito el milagro que se realiza cuando por las palabras de la consagración, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y por las palabras de la absolución sacramental quedan perdonados los pecados del penitente, no puedo menos que sentir temor y temblor, como el profeta Jeremías, debido a la desproporción entre mi pobre persona y el don del Señor. Hace 40 años recibí la ordenación presbiteral de manos del cardenal Marcelo González Martín en la Catedral de Toledo. En las estampas de recuerdo de la ordenación puse dos frases de san Pablo que reflejaban mi situación interior en aquellos momentos: «Para mí la vida es Cristo” (Flp. 1, 21a); “vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20a).
- La unión con Cristo, la configuración con Él por la consagración sacramental, define la vida del sacerdote en el deseo de participar de las actitudes de Buen Pastor, en la búsqueda de la voluntad de Dios, en la vivencia de la caridad pastoral. La acción evangelizadora será consecuencia del amor a Dios y al prójimo, de la voluntad de Dios, que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2,4), y se incorporen a Él formando la Iglesia. La Iglesia tiene el deber y el derecho de evangelizar, y el apóstol tiende a expresar el amor de Dios, que llena su vida. Por eso con san Pablo, decimos: “El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!” (1Co 9, 16).
- Doy gracias a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por su amor y su llamada; y a María Santísima, que me ha llevado siempre de la mano; a todas las personas que me han acompañado y ayudado en estos 40 años. Doy las gracias a mi familia, mis padres, hermanos y otros familiares, por todo el amor y el ejemplo que he recibido de ellos, y que sigo recibiendo; doy gracias a la gran familia de la Iglesia, que me ha acogido y acompañado en Cuenca, en Barcelona, en Terrassa y en Sevilla. Gracias a todos vosotros, presentes en esta celebración. Soy muy afortunado como padre y pastor de esta familia diocesana de Sevilla. Parafraseando el salmo 15, puedo decir que me ha tocado una archidiócesis hermosa, que me encanta servirla y entregarme lo mejor que se y puedo, con luces y sombras, con aciertos y errores, como es propio de la condición humana, pero siempre con alegría y esperanza, con entusiasmo e intensidad.
- Pido al Señor la gracia de continuar viviendo el gozo del ministerio sacerdotal, consciente de que es un don inmerecido, con el convencimiento de que el Señor hace camino a mi lado. Que la certeza de su presencia sea en todo momento fuente de consuelo, paz interior e impulso para seguir remando mar adentro. Que Nuestra Señora de los Reyes me proteja y ayude a mantenerme fiel en mi consagración sacerdotal. Así sea.