Natividad del Señor
Evangelio según san Juan 1, 1‑18
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Este estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Comentario bíblico de Pablo Díez
(Is 52,7-10; Sal 97,1.2-3ab.3cd-4.5-6; Heb 1,1-6; Jn 1,1-18).
El salmista canta la “victoria” del Señor, que pone de manifiesto su justicia al “recordar”, tener presente, su lealtad, su fidelidad para con su pueblo Israel. Esta actitud de Dios ha producido una cadena de acciones salvadoras, mostrando sus designios, que el autor de la carta a los Hebreos articula en la palabra de los profetas (Hb 1,1). Pero ha llegado a su desenlace en un acto definitivo, mediante el cual, a través de Israel, todas las naciones pueden ser testigos de la salvación divina. Si en el origen de este obrar divino está la palabra (en el mismo evento de la creación) si fue la artífice de la pedagogía divina salvadora que acompañó a su pueblo, ahora la Palabra desencadena el episodio decisivo de la historia de la salvación (Hb 1,2).
Pero, para el cuarto evangelista este acontecimiento es en realidad el primigenio, porque esa Palabra que comparte la naturaleza y la historia de los hombres (Jn 1,14), no sólo es la artífice de todo lo creado, sino que más allá de remitir al principio creador, es situada en la eternidad, antes del mundo y del tiempo, por lo que el lector queda sumergido en la realidad de Dios, donde no hay principio ni cambio. Así, el discurrir salvífico de la Palabra tiene su punto de arranque en la eternidad y hacia ella se encamina, pero no sola, pues en su peregrinaje lleva consigo a la esfera de lo divino a quienes han sido capaces de darle hospedaje (Jn 1,12).