Papa Francisco: La revolución del amor
El pasado día 13 de marzo se cumplieron ocho años de fecundo pontificado rubricado por la alegría, la ternura y la entrega sin paliativos de este Papa que el Espíritu Santo dio a la Iglesia. La noticia de aquella primavera de 2013, acogida con sumo gozo por los rotativos católicos especialmente, amén de la cobertura propia que recibió en todos los medios del mundo, traía consigo muchas expectativas, una gran mayoría impulsadas por la razón más que por la fe como se iría viendo. Pero en esos primeros instantes, pocos pudieron imaginar que el jesuita sencillo, humilde —que sorprendía a todos al elegir el nombre de Francisco, y despojándose de cualquier ornato elegía convivir con otros sacerdotes— iba a emprender una revolución en el seno de la Iglesia. Y así ha sido.
Al margen de los juicios y suspicacias que en ciertos sectores haya ido suscitando su incansable labor, ya que unos le han tratado de progresista y otros lo han considerado como conservador, la realidad es que sostiene la barca de Pedro con fortaleza y esperanza en un mundo convulso. Y ha impulsado una revolución del amor que no tiene retorno invitando a todos a ver a nuestro Padre celestial como alguien misericordioso, cercano, cuidadoso y atento a cada uno de sus hijos, a quienes espera y acoge con los brazos abiertos sea cual sea la situación en la que se hallan. Ha hecho notar que el mundo cambiará si la ternura se instala en él. Y lo ha expresado en sus bellísimas encíclicas: Lumen Fidei, Laudato sí, Fratelli tutti, sus exhortaciones apostólicas como la Evangelii gaudium y la Amoris laetitia, entre otras, así como en todas sus intervenciones, con una pedagogía singular, utilizando imágenes de gran fuerza plástica que no se olvidan fácilmente, y en las que vierte por activa y por pasiva la claridad y radicalidad del Evangelio.
Páginas ya memorables de su pontificado constituyen un legado de inmensa riqueza. Ha impulsado una Iglesia «en salida» sacudiendo conciencias e impidiendo que en nuestras vidas anide la rutina, la comodidad, la falta de coherencia…, llamándonos a encarnar las bienaventuranzas, confiados en nuestro Padre celestial. Nos ha enseñado lo que es el cuidado de la «casa común», tener clara la preferencia por los más débiles, huir de todo descarte promoviendo la cultura de la vida frente a la muerte, a ser misericordiosos como nuestro Padre y saber perdonar como Jesucristo. Nos ha hecho caer en la cuenta de que estamos rodeados de santos que casi nos queman de tan cerca como se hallan: «en la puerta de al lado».
El Sínodo de la Amazonía, la toma de decisiones drásticas en torno a gravísimos atentados contra la moral en el seno de la Iglesia, el papel de la mujer en la misma, la lucha contra la corrupción y blanqueo de dinero, la reforma de la Curia, su defensa de los pobres y los migrantes, sus constantes esfuerzos para hermanar todos los credos buscando la unidad por encima de todo, entre otras acciones, han marcado estos intensos años en los que ni siquiera su delicada salud ha constituido un veto para su acción apostólica. Su reciente viaje a Irak ha puesto de relieve la inmensa fe que posee y una confianza ilimitada en el poder del diálogo que él alimenta con su constante oración.
En un brevísimo apunte como este de un gran pontificado que se mide por ese amor que sorprende solamente cabe agradecer a Francisco ese desvelo constante que muestra hacia cada uno de los seres humanos, con una piedad y ternura realmente conmovedoras y es que en ellas vemos sin velo alguno el rostro de Cristo del cual es su fidelísimo Vicario. Le acompañamos con nuestra oración, Santo Padre. Gracias por entregarnos su vida.
Isabel Orellana Vilches
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