SALIR, romper con la inercia – DOMUND 2016
El hombre es relación: no puede vivir para sí mismo. Dios le ha hecho capaz de darse, y su realidad más profunda solo aflora y se consolida en la medida en que sale hacia el otro. La falsa seguridad que nos proporciona el no movernos de nuestro ámbito, para no afrontar dificultades imprevistas ni perturbar nuestra paz, solo lleva al estancamiento. Al contrario, salir de uno mismo puede implicar riesgos y hasta fracasos y equivocaciones, pero será siempre mejor que el “moho” que crea la instalación en nuestras comodidades. Es lo que, en términos de Iglesia, y frente a la tentación de mirar hacia dentro, ha expresado el papa Francisco: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (Evangelii gaudium, 49).
Es cierto que los motivos para salir físicamente hacia otro lugar pueden ser muy variados. En unos casos, puede tratarse de un viaje gratificante, por motivos de placer, laborales o de estudios. En otros, tristemente, de un desplazamiento forzado y cargado de sufrimientos, como el de tantos inmigrantes y refugiados, expulsados de sus tierras por el hambre, las guerras, las ideologías totalitarias… Pero hay todavía otro “salir”, que, a diferencia del primero, no se centra en las posibles ventajas para quien lo realiza, sino que es un vencimiento del yo; y que, al contrario que el segundo, no viene provocado por imposiciones de otros, sino que es fruto de una radical libertad. Es el “salir” que nos enseñan los misioneros.
El estilo de vida de estos hombres y mujeres es una propuesta a contracorriente para la sociedad actual. En contraste con el individualismo que se pone de espaldas a las necesidades de la humanidad para centrarse en las propias —a veces, creadas—, la generosidad de los misioneros constituye una auténtica contribución social, que ayuda a ver al otro como hermano y no como enemigo, y a hacer posible que entre todos tejamos una red de solidaridad y justicia. Su entrega y disponibilidad para el servicio son el contrapunto del gran pecado de la indiferencia y una muestra evidente —y reconocida hasta por las voces más recalcitrantes— de lo que es la Iglesia que vive las exigencias del Evangelio.
R. Santos
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