‘Samaritanos de nuestros hermanos’, carta pastoral del Arzobispo de Sevilla
Queridos hermanos y hermanas:
En la Eucaristía de este domingo escucharemos la parábola del Buen Samaritano, en la que san Lucas nos dice que un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cae en manos de unos bandidos, que lo desnudan, lo muelen a palos, le roban y lo abandonan a su suerte. Pasan por allí un sacerdote y un levita, lo ven y dan un rodeo para no comprometerse con el que sufre. Llega el samaritano, lo ve, se apea de su cabalgadura, se acerca, se compadece, lo cura con vino y aceite, lo venda, lo monta en su cabalgadura y lo lleva a la posada abonando los gastos que comporte su curación.
Alguien ha escrito que toda la civilización cristiana ha nacido de esta parábola. Es evidente que, para san Lucas, el Buen Samaritano es Jesús. También lo es para los Padres de la Iglesia. En el prefacio común VIII, la liturgia llama a Cristo «Buen Samaritano». Le llama también siervo y servidor. Os invito a recordar la escena del lavatorio de los pies, que llena de estupor a los Apóstoles, porque es socialmente incomprensible, nueva, enteramente divina, pues sólo Dios es capaz de realizar en la antigüedad un menester reservado a los esclavos. Jesús lava los pies a los Doce. Mientras cenaban, se levantó de la mesa, se despojó de su manto, tomó una toalla y una jofaina y doce veces se arrodilló, doce veces se levantó, doce veces lavó los pies y los secó. A continuación, pronuncia estas palabras que comprometen a los apóstoles y también a nosotros: “Después que les hubo lavado los pies, tomó su manto, volvió a la mesa, y les dijo: ¿Sabéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis.
Recordemos también que Él no vino a ser servido sino a servir y a entregar su vida en rescate por todos. Así lo confiesa después de oír la estrafalaria pretensión de la madre de los Zebedeo, que pide para sus hijos Santiago y Juan los primeros puestos en su Reino. A imitación de su Señor, los hijos de la Iglesia debemos ser también samaritanos de nuestros hermanos, algo que responde al ser más íntimo de la Iglesia. En el proemio de la constitución pastoral Gaudium et Spes del Vaticano II se declara que “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son los gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La parábola del Buen Samaritano nos enseña a priorizar el servicio a los más pobres de nuestros hermanos, a aquellos de los que nadie se preocupa o acompaña, viviendo la consigna de san Ignacio de Loyola: “en todo amar y servir”.
No quiero concluir sin evocar el epitafio de Abercio, obispo de Hierápolis entre los años 190 y 216. Hierápolis era una ciudad pujante de Tracia, la parte más occidental del Asia Menor, la actual Turquía. Fue destruida por un terremoto en el año 1354. En los últimos años del siglo XIX fue excavada por arqueólogos ingleses y alemanes. Encontraron parte de sus calles y las huellas de sus edificios nobles, entre ellos la basílica cristiana. En ella, en 1883, el viajero inglés William Ramsay descubrió un epitafio, que hoy se conserva en el Museo della Civiltá Romana en la Ciudad Eterna. Fue escrito por el obispo Abercio para que figurara en su sepultura. De él se tenían noticias en la antigüedad.
Su hallazgo fue saludado por los historiadores del cristianismo como un hecho excepcional, porque es un texto interesantísimo para la historia de la teología. Alude al bautismo, que marca a los cristianos con su sello deslumbrante, el carácter sacramental. Habla de la prodigiosa difusión del cristianismo, pues en sus viajes encuentra cristianos por todas partes. Habla de Jesucristo, que es hijo de Dios e hijo de María. Menciona la Eucaristía que se administraba bajo las dos especies. Al hablar de Jesucristo dice que es “el hombre de los ojos grandes, que miran hacia abajo, a todas partes”.
Lo cierto es que mientras el escriba y el sacerdote de la parábola dan un rodeo para no ver al hombre malherido, en contraposición, Jesús iba por la vida viendo, percatándose y haciéndose cargo de los dolores, de las angustias y de los sufrimientos de los pobres, de los endemoniados y de los enfermos, los predilectos del Señor. Dios quiera que también nosotros seamos hombres y mujeres con ojos grandes para apiadarnos eficazmente de los dolores y sufrimientos de nuestros hermanos.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan Jose Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla