‘Santiago Apóstol, amigo y testigo de Cristo’, carta pastoral del Arzobispo de Sevilla
El sábado 25 de julio celebramos la fiesta de Santiago Apóstol, el amigo del Señor, el hijo de Zebedeo, llamado a primera hora por el Señor en el mar de Galilea, con su hermano Juan, con Pedro y Andrés, para hacerlos «pescadores de hombres». Junto con Pedro y Juan forma parte del grupo de los íntimos de Jesús, testigos de tres acontecimientos fundamentales de la vida del Señor, la resurrección de la hija de Jairo, la transfiguración en el Tabor y la agonía en Getsemaní.
Los Evangelios dan testimonio de la vehemencia de los hijos de Zebedeo, que piden a Jesús que haga llover fuego sobre los que lo rechazan, ganándose así el apelativo de «hijos del trueno». Dan testimonio también de su ambición, pues, con la ayuda de su madre, piden al Maestro ocupar los primeros puestos en su reino. Pero al mismo tiempo nos hablan de su generosidad y valentía al mostrarse dispuestos a beber hasta el fondo el cáliz del Señor, algo que en el caso de Santiago se cumple en el año 44 en que, según nos atestiguan los Hechos de los Apóstoles, «Herodes Agripa dio muerte por la espada a Santiago, hermano de Juan», convirtiéndose así en el primero entre los Apóstoles en dar su vida por Jesús.
Unos años antes de la muerte martirial de Santiago en Jerusalén, según una piadosa tradición conservada en los pueblos de España, el Apóstol vino a la Península como primer heraldo del Evangelio. Él y sus discípulos implantaron en nuestra patria las primeras comunidades cristianas. Así se explica la temprana cristianización de España y el número abundante de mártires, santos, escritores, monasterios y santuarios que surgen en nuestra tierra a partir del siglo III. La tradición compostelana nos dice que poco después de su martirio, los discípulos de Santiago trajeron su cuerpo a la Península, sepultándolo en Compostela. Aquí comenzó su culto, interrumpido por la invasión musulmana, hasta que liberadas estas tierras del dominio musulmán, su sepulcro es descubierto en el siglo IX. Comienza entonces el torrente de las peregrinaciones, desde España y desde el continente europeo. El Camino a Compostela se convierte en camino de gracia y salvación para millones de peregrinos, en camino de cultura y alambique en el que se destila la cristiandad medieval y se conforma el alma de Europa.
La celebración de la fiesta del Apóstol evangelizador y patrón de España es una invitación bien explícita a dar gracias a Dios por ser cristianos, por el don gratuito de la fe en Jesucristo que nos llegó por el trabajo misionero de Santiago. Es una invitación a hacerla viva y operante. Es también una invitación elocuente a renovar nuestro compromiso apostólico y evangelizador, a asumir generosamente la misión que Jesús transmite a los discípulos, la misma que él recibiera del Padre: ir al mundo entero y anunciar la Buena Noticia, que Él empezó a proclamar en Galilea, y que el Apóstol Santiago traerá a nuestra Patria, enseñando lo que él ha visto y oído, lo que ha palpado y tocado con sus manos (1 Jn 1,1), en su convivencia inolvidable con el Hijo de Dios.
También nosotros somos destinatarios de este mandato. Como a los Apóstoles, Jesús nos transmite su misión: anunciar y enseñar lo que nosotros hemos aprendido, divulgar lo que a nosotros nos ha acontecido, que Él nos ha devuelto la luz, la vida y la esperanza. Como los Apóstoles de Jesús después de Pentecostés, hemos de salir a los caminos, hemos de acercarnos a este mundo nuestro, fascinante y atormentado al mismo tiempo, en progreso constante y simultáneamente lleno de heridas, tan diversas y tan dolientes. En esta hora de la historia, magnífica y dramática al mismo tiempo, hemos de ser testigos de la alegría cristiana, de la paz, la reconciliación, la esperanza y el amor que nacen de la Buena Noticia del amor de Dios por la humanidad. Hay demasiado dolor e infelicidad en nuestro mundo como para que los cristianos creamos que ya está todo dicho y todo hecho. Jesús y su Evangelio siguen siendo un tema pendiente en el corazón de los hombres de hoy, y a nosotros se nos ha confiado su anuncio desde las plazas y las azoteas del nuevo milenio, en el que más que nunca estamos emplazados a anunciar a Jesucristo como fuente de sentido, como manantial de paz y de esperanza y como nuestra única posible plenitud.
Santiago Apóstol, amigo del Señor y testigo de Cristo hasta el derramamiento de su sangre, nos invita a todos a ser testigos de Jesucristo y a dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza con nuestra palabra explícita, sin miedo, sin vergüenza y sin complejos y, sobre todo, con el testimonio elocuente y atractivo de nuestra vida intachable, que muestre a Jesucristo como único Salvador y único camino para el hombre.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla