Servidores de la Iglesia, víctimas del odio

Servidores de la Iglesia, víctimas del odio

Un segundo episodio de la persecución religiosa en el verano de 1936 tiene como protagonistas a tres sacerdotes coadjutores en sendas localidades de la Archidiócesis de Sevilla: Utrera, Lora del Río y Estepa. Como tantos sacerdotes, religiosos y laicos, comprobaron aquellos días que algunos comportamientos de los hombres se alejan de la condición más elemental del ser humano. Ellos sufrieron y gozaron el martirio, plenamente conscientes de su destino y conducidos por unas virtudes que, con el paso de los años, les han hecho merecedores del reconocimiento de la Iglesia.

Miguel Borrero Picón (Beas, Huelva, 1873), fue ordenado sacerdote en septiembre de 1903. Durante los primeros veinte años de ejercicio fue destinado en diversas parroquias de la provincia de Huelva, entonces de la Archidiócesis de Sevilla, hasta que tomó posesión como coadjutor en Santa María de la Mesa, de Utrera. Su superior lo consideró “lleno de fe y amor de Dios, muy fervoroso en la celebración del Santo sacrificio de la Misa y demás ministerios”. En la noche del día siguiente de la sublevación militar, el padre Borrero se dirigió al Ayuntamiento, donde radicaba el Comité Revolucionario, para pedir la liberación de unos detenidos. A cambio, obtuvo como respuesta su propio apresamiento en uno de los calabozos municipales, donde terminarían recluidos también el ecónomo parroquial y ocho seglares.

Aquellas celdas fueron un templo, donde los encarcelados se prepararon para el bien morir: la víspera del martirio los sacerdotes se reconciliaron con Dios mutuamente además de confesar a los compañeros y, ya de madrugada, consagrando el ecónomo diez trocitos de corteza de pan común, dio a todos la comunión. Ambos sacerdotes se dieron la consigna de morir gritando ¡Viva Cristo Rey! Miguel Borrero fue el primer asesinado, de un tiro en el pecho, cuando sus carceleros le instaron a salir de su cautiverio. Su cuerpo hizo de parapeto de los restantes, logrando con su acción que algunos sólo sufrieran heridas.

El caso de Juan María Coca Saavedra (Mairena del Alcor, 1884) no difiere sustancialmente del anterior. Ordenado presbítero en diciembre de 1909, fue nombrado dos años después coadjutor de la Parroquia de la Asunción, en Lora del Río.

La persecución religiosa del verano del 36 fue especialmente violenta en esta localidad de la Vega del Guadalquivir. Cuentan que, al ver cómo la turba entraba en la iglesia para destruirla, se abrazó a la Virgen de Setefilla y avisó que para profanarla antes tendrían que matarle, lo que la disuadió entonces. Párroco y coadjutor corrieron la misma suerte. Ambos fueron encarcelados en el depósito de detenidos de Las Arenas, anexo al Ayuntamiento, donde recibieron vejaciones de palabra y obra. Según testimonios de testigos, “demostraban mucha resignación, dirigían a las demás palabras de consuelo y muchos de los presos confesaron con ellos en los días y horas que precedieron a los fusilamientos”.

Sin causa judicial alguna, su muerte por fusilamiento fue consumada de noche en las tapias del Cementerio de San Sebastián, adonde llegó maniatado y malherido como consecuencia del machetazo asestado por uno de sus guardianes al salir de la cárcel.

Rafael Machuca Juárez de Negrón (Estepa, 1881) fue ordenado sacerdote en 1909, y desde entonces ejerció el ministerio en su ciudad natal. Su primer y único encargo parroquial fue como coadjutor de Santa María de Estepa.

Los sucesos de 1936 le sorprendieron cuando estaba de permiso en el balneario de Carratraca (Málaga). Allí fue detenido junto a otras diez personas (tres de ellos sacerdotes), y conducido a la capital malagueña con la premisa de una mayor seguridad. Nada más lejos de la realidad pues al llegar fue encarcelado. Tras el bombardeo de la aviación sublevada sobre Málaga en la noche del 30 de agosto, ya madrugada fueron sacadas 120 personas de la cárcel (muchos de ellos sacerdotes) y asesinados en las tapias del cercano cementerio de San Rafael en represalia. Su cuerpo fue enterrado en una de las siete fosas comunes, y a finales de 1940 exhumado para su traslado a la cripta de los mártires en la catedral de Málaga, donde aún reposan.

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