Las cifras son bien conocidas por todos. Cada año hay entre nosotros cerca de 150.000 accidentes con un alto número de víctimas entre muertos y heridos. A tantas vidas truncadas prematuramente hay que añadir el dolor inmenso de las familias y el sufrimiento de las víctimas que sobreviven, a veces con graves limitaciones de por vida.
Invito a todos los fieles de la Archidiócesis a reflexionar sobre esta plaga de nuestro tiempo. Lo más fácil es atribuir la responsabilidad a los otros: a las administraciones públicas, que no siempre cuidan las señalizaciones o consienten que existan carreteras deficientes; a los conductores temerarios que conducen a velocidades superiores a las recomendadas, a los jóvenes y a las noches locas del fin de semana…. La verdad es que todos somos responsables, como conductores o como peatones.
Hay un dato incontestable: la mayor parte de los accidentes se deben a la velocidad excesiva o al abuso del alcohol, es decir a causas evitables. Quienes, por estas u otras causas, conducen temerariamente, poniendo en grave riesgo la propia vida o la de los demás, además de la responsabilidad penal que pudiera exigírseles, incurren también en una grave responsabilidad moral. El "no matarás" del quinto Mandamiento de la Ley de Dios condena también estas conductas. El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que "quienes en estado de embriaguez, o por afición inmoderada a la velocidad, ponen en peligro la seguridad de los demás y la suya propia en las carreteras… se hacen gravemente culpables" (n. 2290). Esto quiere decir que los excesos en la conducción son siempre una ofensa no sólo a las posibles víctimas, sino también a Dios, pues implícitamente suponen un desprecio al Señor de la vida. Por ello, es oportuno recordar que también estos pecados han de ser manifestados en el sacramento de la penitencia y deben formar parte de nuestra contrición, arrepentimiento y propósito de la enmienda.
La carretera y el volante no puede ser el lugar o el instrumento para liberarnos de nuestros enojos, complejos o frustraciones; tampoco para un pugilato irresponsable, sino una ocasión para el encuentro, con nosotros mismos y con Dios, cuando viajamos solos; con los demás, cuando viajamos acompañados; y con la naturaleza, pálido reflejo de la infinita belleza de Dios. En nuestros desplazamientos tenemos, pues, una oportunidad magnífica para encontrarnos con lo mejor de nosotros mismos. Tenemos también la ocasión de encontrarnos con nuestros hermanos, fortaleciendo nuestros lazos de fraternidad y sirviendo a quien necesita nuestra ayuda. Nuestros viajes nos ofrecen también la oportunidad de encontrarnos con Dios, del que nos hablan las maravillas naturales que contemplamos a nuestro paso (Sal 18,1-7).
Estamos a punto de comenzar las vacaciones, un período necesario para el reposo físico, psicológico y espiritual y un derecho que todos deberíamos poder disfrutar. A cuantos vais a tener la fortuna de gozar de ese derecho, os deseo unos días felices, al mismo tiempo que tengo un recuerdo lleno de afecto para quienes no podrán tenerlas por razones de salud, de edad o por dificultades económicas.
Para descansar y reponer fuerzas, necesitamos desconectar de las ocupaciones ordinarias e, incluso, de los lugares de nuestra residencia habitual o trabajo. Las vacaciones, sin embargo, no pueden ser una pura evasión, ni una huída de los sanos criterios morales, de uno mismo, del servicio a nuestros hermanos, o de Dios, en el que encontramos el verdadero y auténtico descanso (Mt 11,29). En la vida cristiana no puede haber vacaciones. Todo lo contrario. Al disponer de más tiempo libre, hemos de buscar espacios para la interioridad, para el silencio y la reflexión, para reconstruirnos por dentro, para el trato más sereno, largo y relajado con Dios, para la lectura reposada que ofrece un grato descanso a nuestra mente y al mismo tiempo una fecunda semilla de criterios sanos y positivos tanto desde una perspectiva cultural, como en lo que respecta a nuestra formación cristiana. Las vacaciones son, por fin, días para gozar de la amistad y robustecer las relaciones familiares, que, a veces, durante el año, resultan escasas o insuficientes como consecuencia del trabajo y de las complicaciones de vida actual.
Os reitero a todos mi deseo de unas vacaciones felices, gozosas y fecundas. Como en el caso de los discípulos de Emaús, el Señor nos acompañará siempre en nuestro camino (Lc 24,13-15). Dios quiera que todos lo descubramos a nuestra vera, en la playa, en la montaña o en nuestros lugares de origen, a los que muchos retornaremos a la búsqueda de nuestras raíces.