Un verano para servir
El periodo estival es tiempo de turismo, de playa o montaña, de recuperar el tiempo “perdido” durante el curso y realizar todos esos planes que íbamos aplazando por falta de tiempo. El verano suele ser sinónimo de relajación, de lectura sosegada, de comidas familiares y algún viaje programado. Pero para los cristianos, las vacaciones son mucho más. Suponen la oportunidad de entregarse a los demás sin horarios y dedicar su descanso a orar, a aprender y a servir a través de peregrinaciones, voluntariados, campos de trabajo o experiencias en tierras de Misión.
Este es el caso de ocho jóvenes sevillanos que, junto al sacerdote diocesano Pablo Guija y el seminarista Francisco Trigo, pusieron rumbo a Guinea Ecuatorial el pasado mes de julio para vivir una experiencia misionera.
Fueron acogidos por la diócesis de Ebibeyin, concretamente en el pueblo de Nsok Nsomo, donde colaboraron con la parroquia San Pedro Claver, que atendía alrededor de 30 aldeas.
La iniciativa fue de Guija, quien, habiendo estudiado en los claretianos, tiene intrínseco el carisma misionero. No en vano, anteriormente ha estado en México, India y República Dominicana. En esta ocasión, han decidido misionar en África, “aunque con la suerte de poder hacerlo en un país donde hablan nuestro idioma”.
Allí, acompañando al padre Nicéforo (párroco) y a seis seminaristas, visitaban las casas de la feligresía cada mañana “para rezar con ellos, acordarnos de los difuntos e invitarlos a las actividades que habíamos organizado por la tarde”. También Guija administraba el sacramento de la Reconciliación o la Comunión a muchos fieles, ya que debido al vasto territorio que atiende la parroquia, el padre Nicéforo podía estar varios meses sin visitar algunas de las aldeas.
Por las tardes, estos voluntarios sevillanos impartían catequesis sobre la familia y sobre las Misiones Populares, pero también algunos talleres de alfabetización, de música o juegos para niños. Aunque, sin duda, la actividad que más eco tuvo (casi un centenar de jóvenes participaron) fue la ‘Gran Semana Juvenil’, días en los que los misioneros ofrecieron información afectivo-sexual y organizaron todo tipo de encuentros lúdicos-formativos.
Además, durante su misión, asistieron a bautismos y primeras comuniones multitudinarias, “en las que te das cuenta de la necesidad de Dios y atención pastoral que tiene la población”, explica Guija.
Igualmente, comenta agradecido,“tuvimos la oportunidad de entrevistarnos con el obispo del lugar, monseñor Miguel Ángel Nguema, quien se mostró muy cercano y servicial”.
Compartir la fe
Por su parte, Francisco Trigo, seminarista de quinto curso que será ordenado diácono a finales de septiembre, asegura que se siente “muy satisfecho” de haber realizado esta experiencia. Sin embargo, “me he visto limitado por mi condición aún de seminarista, ya que mi vocación al sacerdocio me llama a servir a aquellas personas a través del sacramento de la Confesión o la celebración de la Eucaristía, pero aún no podía”, lamenta.
Del mes que ha pasado en Ebibeyin destaca las diferencias en la celebración de la Misa: “Allí hay que ir sin reloj porque las celebraciones duran muchísimo más; a los cantos se suman instrumentos y bailes, y en el ofertorio, por ejemplo, aportan alimentos, animales y productos de la tierra”. Además, señala la importancia de la figura del catequista, un laico que celebra la Liturgia de la Palabra, forma al resto de fieles y mantiene la comunidad eclesial viva y dinámica en su aldea.
Otra de las jóvenes misioneras ha sido Teresa Álvarez de Toledo, quien confiesa que, habiendo tomado conciencia de sus comodidades, sintió la llamada de servir en tierras de misión, “aportando mi granito de arena para ayudar en la evangelización”. De esta experiencia le sorprendió la acogida y la generosidad de la población, y la alegría con la viven: “Verdaderamente son felices con lo poco que tienen y están dispuestos a compartirlo. Me pregunto si muchos de nosotros seríamos capaces de actuar del mismo modo…”. Igualmente, asegura que la misión “te cambia profundamente” por lo que espera poder repetir la experiencia y la recomienda.
En esta línea opina Ester López, traductora e intérprete que también ha compartido esta misión en Guinea Ecuatorial. Junto a otro misionero, Rafa, y un seminarista autóctono, Ester impartía talleres de música a los fieles, en los que “intentábamos que salieran con unas nociones básicas de guitarra y piano y, sobre todo, con ganas de alabar a Dios a través de la música”.
Explica que lo más duro ha sido evidenciar “la desigualdad y la injusticia del mundo, y haber despertado de una sociedad profundamente individualista, cerrada en sus propias comodidades y preocupaciones. Ser consciente de ello –continúa- hace que cambies tu formar de mirar la vida”. Así, asegura que la misión “ha ampliado mis horizontes y me ha transformado. Estoy más anclada en mi fe y en mi identidad, con un mayor conocimiento de los dones que Dios ha puesto en mí para servir a mis hermanos. Aprendí que el amor y la entrega duelen, pero que el alma se ensancha indescriptiblemente cuando se vence el cansancio, la comodidad y el egoísmo y se arrodilla ante el hermano”.
Por último, Ester reflexiona sobre la confrontación y sospecha que se está generando hacia las personas migrantes a través de los medios de comunicación y las redes sociales: “Rumores, bulos, fake news… intentan convencernos de que hay un “tú” contra “ellos”, cuando realmente somos un “nosotros”… Pienso que aquellos que nos sentimos cristianos deberíamos tener esto claro, porque estamos llamados a ser hogar y refugio para el hermano”.
En definitiva, todos los testimonios coinciden en que la misión no consiste en enseñar al otro, en entregarle nada nuestro desde una superioridad moral o intelectual, más bien al contrario. La misión es hacerse pequeño, dejarse acoger por el otro, aprender de él y, sobre todo, compartir nuestro mayor tesoro: la fe en el Evangelio.