Archidiócesis de Sevilla

Mongolia es un país inmenso; tres veces más grande que España y con menos población que Puerto Rico. Ulán Bator, la capital, reúne a la mitad de sus tres millones de habitantes, el resto son estepas, en las que en kilómetros y kilómetros apenas se encuentra un alma. Es el país del cielo azul, el símbolo de Dios para los mongoles – el Señor del Cielo Azul -, el país de los horizontes inmensos.

Este es el lugar de misión de la hermana María Esperanza Becerra, una religiosa de la Consolata. Su comunidad está en Arvaikheer, a 400 kilómetros al sur de Ulán Bator. Es una población situada al borde del desierto del Gobi, considerado el más grande del mundo. Es aquí donde está su comunidad de religiosos y religiosas de la Consolata, donde son la presencia amorosa de la Iglesia. Con una comunidad de 20 cristianos, y un número parecido de catecúmenos, la misión es, sobre todo, una presencia.

La hermana llegó a Mongolia hace cinco años. El idioma, las costumbres, los inmensos espacios… En Mongolia, todo es duro. Para ella, colombiana, acostumbrada a la exuberancia de su Bucaramanga natal, la tierra de Mongolia le parece el mundo a sus inicios. El frío que quema la cara y que se vuelve mortal, en una gran parte del invierno. Ella, y sus compañeros de misión, son los continuadores de una Iglesia joven, que se remonta a 1992 cuando llegaron los primeros cuatro misioneros. Poco a poco, con la austeridad de los primeros cristianos, la fe ha brotado en el corazón de Mongolia y este agosto se ordenará el primer sacerdote del país, todo un signo de esperanza.

El proselitismo, que tan poco le gusta al Papa Francisco, está lejos de la sencillez misionera de esta Iglesia. Esperanza cuenta cómo, en Arvaikheer, recién llegadas las misioneras, se les acercó una señora… miró su cruz al cuello, miró su medalla de la Virgen… y les dijo: “Habéis tardado mucho en venir; hacía tiempo que os estaba esperando”. Fue la primera bautizada. “Haciéndose cercanos a todos y mostrando el rostro de Jesús de Nazaret en nuestras vidas”, esa es la forma de misión de Esperanza y su comunidad. En Arvaikheer cuentan con un terreno, donde, como en un pequeño campamento mongol, se arraciman cinco ger. Las ger son las tiendas mongolas, las mismas que acompañaban a Genghis Khan, cuando conquistaba medio mundo. Construidas con las mismas técnicas de entonces, permiten aguantar los terribles cambios climáticos. Las ger de la misión de Arvaikheer tienen cada una su función. Está la capilla, preciosa. Otra es un jardín de infancia, donde 25 niños, hijos de los más pobres, tienen un lugar ameno para vivir y jugar. Luego está la ger “biblioteca”, donde los jóvenes tienen calor para poder estudiar. También está la ger “social”, puesta a disposición de grupos como alcohólicos anónimos – el alcoholismo es uno de los principales problemas del país.

Y luego, cuenta Esperanza, está el “Proyecto Mujer”, surgido de la observación de la realidad de las familias. En Mongolia, la mujer es la que sostiene la sociedad, pero se ven obligadas a permanecer en el hogar – en muchos casos una ger – para cuidar a los niños y realizar las tareas domésticas. Comenzó entonces, por iniciativa de ellas mismas, un proyecto centrado en el arte de la costura y el bordado tradicionales. Se les entrega material, y en sus propias casas elaboran productos que, de manera coordinada, venden: cajas, bolsas de diversos tamaños, artículos de tela para el hogar…

Cuando en invierno el frío literalmente “quema”, a Esperanza le impresiona la seriedad y fidelidad de los católicos mongoles, que nunca fallan en Misa. Ver cómo habla Perlima – una anciana de la comunidad – sobre Jesús a los jóvenes, porque es una apasionada del Hijo de Dios, hacen que la hermana Esperanza no pueda evitar decir: “Es un regalo; es un regalo vivir allí”.