Viernes de la cuarta semana de Pascua
Las llagas del Resucitado
La resurrección no es el final feliz de la pasión de Cristo. El anuncio pascual no borra u olvida la historia del crucificado. De hecho, el resucitado enseña sus llagas a los discípulos para que ellos lo reconozcan. Así decía el ángel en la mañana de pascua: el crucificado es el resucitado. La resurrección de Cristo, pues, recupera el verdadero sentido de la cruz: en ella no solo asistíamos al sufrimiento inexplicable de un hombre inocente, la cruz no es ya el signo escandaloso de la maldad cainita de esta criatura a la que llamamos hombre.
Puesto que el crucificado ha resucitado, la cruz se convierte en la prueba más clara del amor de Dios, el testimonio más elocuente de la magnanimidad de un Dios capaz de entregar a su propio Hijo por amor a sus criaturas rebeldes (cf. Rom 5:6-8). En virtud de la resurrección, la cruz no queda aparcada, sino integrada en el proyecto salvador de Dios. Por ello, la unión inseparable de la muerte y resurrección de Cristo nos enseña que no es posible una alegría sin entrega, ni Dios quiere un sufrimiento sin redención.
Ante la actual situación doliente de nuestro mundo, esta unidad pascual nos enseña que deberíamos aprovechar los padecimientos actuales como una ocasión óptima para entregarnos todo lo que podamos. Por otra parte, cuando la epidemia finalmente sea vencida, de ningún modo deberíamos volver a una vida ilusoria, despreocupada y superficial. Ojalá que las enseñanzas de esta época nos mejoren y la sociedad que venza al coronavirus sea una sociedad más generosa, solidaria y evangélica. Cristo resucitado nos lo recuerda: no hay alegría sin sacrificio, no hay sufrimiento sin redención.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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