Viernes Santo 2023 | «La mayor prueba de la vida de María tiene lugar en el Calvario»

Viernes Santo 2023 | «La mayor prueba de la vida de María tiene lugar en el Calvario»

Queridos hermanos y hermanas presentes en esta celebración: Sr. arzobispo emérito, Cabildo Catedral, presbíteros y diáconos, miembros de la vida consagrada y del laicado; distinguidas autoridades; queridos todos en el Señor. Celebramos el oficio de la Pasión del Señor y contemplamos su muerte en la cruz.

La cruz de Jesucristo es la culminación de su trayectoria vital, una entrega en totalidad a los demás; la cruz se convierte así en el gesto supremo de gracia y de servicio. Desde la contemplación de la cruz podemos percibir el inmenso amor de Dios; un amor infinito, encarnado en la actuación misericordiosa de Jesús, que en el Calvario alcanza su máxima realización: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). No es tanto el sufrimiento el que da valor redentor a la crucifixión de Cristo sino el amor de Dios, el amor infinito de Dios encarnado.

“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Estas palabras, pronunciadas por Jesús en su coloquio con Nicodemo, nos revelan la esencia de la teología de la salvación. Salvación significa liberación del mal; según estas palabras, Dios entrega a su Hijo al mundo para liberar al ser humano del mal, y en esta entrega se manifiesta el amor infinito del Hijo redentor y del Padre que entrega a su Hijo. La misión del Hijo consiste en vencer el pecado y la muerte, y lo realizará siendo obediente hasta la muerte, y vencerá a la muerte mediante su resurrección (cf. Salvifici Doloris, 14-18).

Gracias al sacrificio redentor de Jesucristo hemos recibido una vida nueva y una esperanza de vida eterna, y hemos recibido una nueva luz que da sentido a nuestra existencia en toda circunstancia, también en las dificultades y el sufrimiento, en la cruz de cada día que deberemos cargar. Esta verdad profunda y radical cambia la historia de la humanidad y la historia personal de cada uno de nosotros, porque Dios nos ama y nos ha salvado por Jesucristo.

La primera lectura que hemos escuchado contiene una descripción en la que se pueden identificar los diferentes momentos de la Pasión de Cristo. Lo que más impresiona no es cada detalle concreto, sino la profundidad del sacrificio del Señor, la actitud de cargar sobre sí mismo el pecado y el mal de toda la humanidad. Él, inocente, carga con el pecado de todos y con el sufrimiento merecido por todos. Con su sacrificio voluntario, borra el pecado del mundo.

Junto a la cruz estaba María, la Madre de Jesús. El Hijo se dirige a ella llamándola «madre». Su maternidad divina es un misterio y un acontecimiento histórico, un misterio fundamental en lo que se refiere a la persona y a la función de María en la Historia de la Salvación. Dios le había encomendado esta misión, y ella corresponde con su fe y su vida. En la Anunciación, acepta el plan de Dios que le presenta el Ángel; su aceptación precede a la Encarnación. De este modo María, hija de Adán, fue constituida Madre de Jesús, y se consagró totalmente a la Persona y a la obra de su Hijo.

Al pie de la cruz recordó toda su vida, tan unida a su Hijo desde el principio, desde el momento de la concepción virginal hasta su muerte; cuando se dirige decididamente a la montaña a visitar a su prima Isabel; en la Natividad, cuando muestra a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito; cuando lo presenta en el Templo; cuando encuentra a Jesús, que se ha quedado en el Templo, ocupado en las cosas de su Padre. La Madre conservaba en su corazón, meditándolas, todas estas cosas. En la vida pública de Jesús, su Madre está presente en la boda de Caná de Galilea, y alcanza por su intercesión el primer milagro.

La mayor prueba de la vida de María tiene lugar en el Calvario. Al pie de la cruz su fe permanece intacta a pesar del sufrimiento, aunque su corazón es traspasado por la espada de dolor tal y como le había anunciado el anciano Simeón. El drama de la pasión y la muerte hizo tambalear la fe de los discípulos, que quedaron absolutamente desconcertados. El evangelista san Juan relata cómo María, en cambio, permanecía de pie junto a la cruz, firme, en ese momento de inmenso dolor. Sin duda fue ese el momento más doloroso de su «peregrinación de fe», pero su fe se mantuvo firme, y su sufrimiento fue de una fecundidad incalculable. En estos momentos, se abandona sin reservas a la voluntad de Dios, y participa por medio de la fe en el misterio de la Cruz de su Hijo.

“Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego, dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio” (Jn 19, 25-27). Según san Juan Pablo II, las palabras que Jesús dirige a María y Juan constituyen una «escena de revelación». Por un lado, revelan los sentimientos de Cristo en su agonía y al mismo tiempo contienen un profundo significado para la fe y la espiritualidad cristiana. El Señor, poco antes de morir, a través de estas palabras dirigidas a su madre y al discípulo amado, establece nuevas relaciones entre María y los cristianos. Más allá de la preocupación de un hijo por la situación material de su madre, esta entrega recíproca que hace Jesús constituye el hecho más importante para comprender el papel de la Virgen María en la historia de la salvación.

El encargo principal de Jesús no es confiar a su madre a Juan, sino confiar al discípulo a María, asignándole una nueva misión materna. Jesús pronuncia estas palabras en el momento culminante de su sacrificio redentor para después afirmar que todo estaba cumplido. Por tanto, son palabras pronunciadas en el marco y en el momento clave de su misión salvífica y por ellas María se convierte en madre de todos los hombres. ¡Cuántas veces hemos rezado con la oración más antigua que conocemos dirigida a María y que subraya su intercesión materna: “Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no desoigas la oración de tus hijos necesitados, líbranos de todo peligro, ¡oh siempre Virgen, gloriosa y bendita”.

Continuamos nuestra celebración y contemplamos hoy especialmente el árbol de la Cruz, donde murió el Salvador del mundo para darnos vida, una vida abundante. María Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra, Madre del amor, nos ayude y acompañe en el camino de seguimiento de su Hijo Jesucristo.

 

+ José Ángel Saiz Meneses, Arzobispo de Sevilla


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