Vivir la intimidad
Hay un momento decisivo en la vida de cada uno. No es un instante determinado e identificable, es más bien una etapa en la que la persona va adquiriendo conciencia de sí misma, de que no es un ser exclusivamente dependiente de los demás: padres, maestros, compañeros, medios de comunicación,… Descubre progresivamente su intimidad, un espacio interior al que los demás no tienen acceso.
Un gran descubrimiento que, sin embargo, hay personas a las que asusta. No saben poseerse a sí mismas. Les sobrecoge considerar que somos más, mucho más, que nuestras sensaciones o estímulos externos. Personas que son incapaces de estar a solas consigo mismas. Necesitan aturdirse escuchando música en los ratos libres, tecleando desaforadamente el móvil en una sucesión de mensajes cortos que pueden transmitir sensaciones, pero no ideas, o incluso llenando su tiempo participando en actividades más o menos altruistas.
Sin embargo si uno no sabe encontrarse “a gusto” consigo mismo, no estará “a gusto” con nadie, ni en ningún lugar, ni realizando una actividad, la que sea. Si no me he encontrado a mí mismo, no puedo realizar un verdadero encuentro con ninguna otra persona. Si no soy mi propio amigo, no puedo entablar con nadie una auténtica amistad. Si no estoy sereno, no puedo sembrar serenidad a mi alrededor.
¿Y todo esto que tiene que ver con la vida de Hermandad? Bastante. Las hermandades han de ser lugares de encuentro con personas con las que compartimos amistad, devociones e historias. La Hermandad no es sólo la Casa Hermandad, está donde haya uno o varios hermanos reunidos. Tampoco es un club al que pertenecen quienes profesan una misma devoción o, en el peor de los casos, una misma afición.
Hay situaciones en las que la Hermandad sí se reúne formalmente: los Cabildos de Oficiales y los Cabildos Generales, que no pueden ser campos de batalla a los que cada hermano va a exponer agriamente sus quejas o a ajustar viejas cuentas pendientes.
El problema está en que en mi interioridad, cuando me quedo a solas conmigo mismo, resulta inevitable plantearme una serie de cuestiones: ¿quién soy?, ¿por qué y para qué vivo?, ¿qué sentido tienen mis ilusiones, proyectos y trabajos? Estas cuestiones y otras parecidas me llevan a enfrentarme con mi propia realidad y a tener que tomar decisiones, a ejercitar mi libertad, en una palabra, y eso me puede complicar la vida. Es preferible, dicen algunos, vivir de espaldas a la libertad personal y vivir en un activismo permanente que dificulte el estar a solas conmigo. Pero eso supone no poseerse, y si uno no se posee no se puede dar –nadie da lo que no tiene-. Así uno se aboca a la soledad. Soledad acompañada, si se quiere; pero soledad al fin y al cabo.
Es necesario aprender a abrirse a uno mismo, a la propia intimidad, abrirse a la trascendencia, abrirse a los demás. En definitiva, atreverse a vivir en libertad. Para eso ha de estar también la Hermandad, escuela de intimidad y escuela de oración.
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