XXX Domingo del Tiempo Ordinario
El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo no
En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»
Lucas 18, 9‑14
Comentario de Antonio J. Guerra
Eclo 35,12-14.16-19a; Sal 33; 2Tim 4,6-8.16-18; Lc 18,9-14
Jesús nos propone hoy en el evangelio las disposiciones interiores para orar bien y ser escuchados por Dios (justificados). Se contraponen dos personajes que oran, un fariseo lleno de autocomplacencia y un publicano rebosante de humildad. La acción de gracias del fariseo, realmente no va dirigida a Dios, sino a sí mismo, ya que está convencido de ser justo por sus propias fuerzas, ya que no es como los demás que son “pecadores”, pues lo hace todo según la “Ley de Dios”. Este fariseo se considera “bueno” por naturaleza y sólo espera la aprobación sin más de Dios. Por otro lado, el publicano no justifica lo que ha hecho, sino que se reconoce pecador tal cual y desde ahí busca la reconciliación (“ten compasión de mí”).
Al final, el que es escuchado por Dios (justificado) y reconciliado es el publicano, y no porque sus pecados fueran leves, sino porque fueron dirigidos a Dios del modo justo: reconoce su culpa con sinceridad y sabe que sólo de Dios puede venir el perdón.
Jesús nos enseña que para agradar a Dios hay que dirigirse a él con tres actitudes: 1. Humildad para reconocer el pecado, sin tener que compararse con nadie; 2. Confianza porque de Dios viene el perdón y Él escucha siempre al humilde (1ª lectura); 3. Perdón y comprensión por los otros (“todos me abandonaron y nadie me asistió, que Dios lo los perdone” 2ª lectura).
La parábola evangélica incide que el comportamiento justo del hombre pasa por la humildad y no por el orgullo. La humildad abre paso en el corazón a la idea, recurrente en Pablo, de que nadie es justo por sí mismo, sino que la justificación es sólo obra de la misericordia de Dios.