XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario
En ese tiempo, después de esta tribulación, el sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán.
Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria.
Y él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte.
Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano.
Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta.
Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto.
El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.
En cuanto a ese día y a la hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre.
Comentario de Álvaro Pereira
El año litúrgico acaba. El domingo que viene celebraremos Cristo Rey, la última solemnidad del año. Por eso hoy las lecturas nos hablan del final de la historia. El lector moderno puede quedar confundido por el género apocalíptico de los textos. La apocalíptica emplea un tipo de lenguaje simbólico que relata la batalla cósmica (la gran tribulación de la que hablan Daniel y Marcos) de las fuerzas de Dios (Miguel, en la primera lectura; Cristo y sus ángeles, en el Evangelio) contra las fuerzas maléficas (los enemigos, en la carta a los Hebreos). Tras los velos de este lenguaje imaginativo subyace una convicción profunda: el final de la historia no consistirá en la destrucción del mundo, sino en la venida del Hijo del Hombre, Jesucristo el Señor y, junto a él, la salvación de sus elegidos. Así pues, todas las realidades, incluso las más estables —el sol y la luna— se tambalearán, quedarán relativizadas, pero las palabras de Jesucristo no pasarán. Igualmente el profeta Daniel promete la salvación de los santos del pueblo fiel que se levantarán para una resurrección de vida y serán como las estrellas del firmamento.
El Evangelio de hoy termina con un dicho misterioso sobre la ignorancia acerca de cuándo será el fin. El texto es paradójico: por un lado subraya la esperanza y urgencia del tiempo final, por otro previene contra la soberbia de creerse conocedor de la cronología del fin. En último término, por tanto, sólo queda la confianza en Dios, Señor de los tiempos y la historia. Por eso, el salmo de hoy está magníficamente escogido. Ante el futuro solo queda decirle a Dios: yo sé que «no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha».